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Básicamente por vago, es la respuesta que me doy ahora, entre los libros de esta innombrable pequeña librería a la intemperie. Prefiero estar aquí sentado viendo el paso del tiempo, echarle un ojo al periódico, leer un cuento de Bulgákov el morfinómano. Uno pone los libros a disposición del viandante y lo demás consiste en… esperar. Otra respuesta posible: porque me gusta estar cerca de los libros, aunque de inmediato eso lo pongo en duda. No crecí entre libros, durante la infancia leí poco. Mi madre, lectora de narrativa, tenía casi completa la colección Obras Maestras del Siglo XX de Seix Barral, ya la conocen, esa de tapas duras color café y letras doradas; pero lo cierto es que siendo niño yo sólo la miraba. Quizá, antes que los libros, siempre me han gustado más las revistas, las de deportes, las de cómics, las eróticas. Optar por una revista (o por ninguna) en lugar de otra, cierra un camino posible, el haber sido otra persona; de ahí en más, te jodiste. Los libros en cambio tienen un estatuto más escolar, menos libre, siempre institucional. Además, verlos todos los días a toda hora hace que se conviertan en lo que en definitiva son: objetos. Incluso: objetos estorbosos. ¿Se han dormido ustedes en una cama con libros? No es bonito; hay manotazos, pesadillas, riesgo de heridas profundas. Pero sí, también se aprende a apreciar ciertas ediciones, empastes, lomos, portadas, solapas. Mirar libros como quien mira el afiche (me encantan los afiches) de una película o de una exposición. Hay gente bien o malintencionada que me ha preguntado, abarcando con la mirada esta innombrable librería: ¿y se los ha leído todos, joven? Me gusta la respuesta de Derrida cuando su señora madre, espantada al ver tanto libro en casa de su ilustre hijo, le hizo la misma pregunta: solamente dos, madre, respondió Derrida… pero bien leídos, agregó. Yo no sé si tengo un solo libro (o un solo párrafo) bien leído, pero esa respuesta es justa si se piensa, más allá de la falsa modestia, en que leyendo (o no leyendo) los demás libros desparramados, continuamente estamos volviendo a ese par de libros que no siempre sabemos con certeza (más bien: no tenemos ni la menor idea) cuáles son. Pero tampoco me metí en esto para andar chamullando de esta manera. Eso lo empecé a hacer después. Nunca me dije: voy a ponerme a vender libros para escribir sobre el oficio. No era, creo, mi intención. Me metí en esto posiblemente porque no tenía un penique y para, por fin, arruinarme sin vuelta. Cierto día de principios de siglo le vendí un libro a un librero y ese librero vendió el libro de inmediato y me pidió más y así pasaron los años por los años, como dice el poeta, y de pronto estoy aquí, esperando sentado en esta pequeña e innombrable librería callejera bajo la sombrita de un ficus. Así más o menos fue como comenzó todo; pero eso tampoco aclara ⎯sino más bien enturbia⎯ el porqué de este asunto. Ahora saqué mis libros a la calle y verlos aquí, exhibidos ante la vista de la ciudadanía, es un poco como quedarse en pelotas, en todo caso: mostrar una parte más o menos importante de la biografía. Pero ¿qué tiene que ver esto con la pregunta arriba planteada? Otra respuesta: porque me gusta la calle. Bien. Pero cada vez me gusta menos la tal calle, está podrida, vigilada, y me voy haciendo viejo y mañoso y ante un cuetazo o el estridentista arrancón de la moto se me ensombrece el ánimo. Es más: tal vez ni siquiera me gusta la calle, sólo me acostumbré a ella, porque hay una cosa cierta: no puedo estar recluido mucho tiempo, eso no. He vendido libros en espacios cerrados y no es para nada bonito; no se puede escupir abiertamente, debes hacer un inventario, tratar con higienistas, con editores, esas ondas. ¿Entonces, loco? Básicamente fue por vago, disculpen ustedes el rodeo.

Foto: La innombrable librería. Pasaje de Correos, Cuernavaca Centro.