loader image

 

Maldición Familiar

 

¿Qué se le puede decir a alguien cuya abuela fue asesinada por su esposo debido a una infidelidad, y que, segundos después, él se quitó la vida, dejando a sus hijas huérfanas y destinadas a ser criadas en un sistema roto, pasando primero por familias de acogida hasta que finalmente fueron adoptadas por unos parientes?

Por primera vez en mi vida, no supe qué decir. Ni siquiera sé qué cara puse, pero lo que sí sé es que me quedé con la boca abierta tanto tiempo que sentí la garganta seca y rasposa.

En un principio, creí que esa era la parte más trágica de la historia. Pero lo verdaderamente triste y sorprendente es que las vidas de las hijas huérfanas fueron prácticamente un reflejo de la de su madre: tuvieron parejas disfuncionales, fueron infieles y saltaron de relación en relación, dejando a su paso hombres heridos, con el ego roto, la masculinidad destrozada y algunos con una sed de venganza que rozaba la psicopatía.

«Es la maldición familiar», aseguró una de las nietas, quien me estaba contando la historia. Ella misma llevaba dos divorcios y ya había perdido la cuenta de las veces que había sido infiel a sus parejas.

Cerré la boca y le di un sorbo a mi café mientras pensaba que, a esa maldición familiar, en mi pueblo se le llama ninfomanía, pero en un lenguaje mucho más coloquial y colorido. Pensé en decirle que no se agobiara y que no se obsesionara con la idea de que era una maldición. Quizá lo único que las mujeres de su familia necesitaban era un juguetito con baterías, de esos que venden en la sección de mujeres en los sex shops. Según testimonios de varias amigas, cuyos nombres no revelaré, el famoso «Satisfyer Pro 2 – tercera generación» con Bluetooth incluido podría romper esa terrible maldición erótico-festiva y aparentemente transgeneracional.

Obviamente, me ahorré el comentario porque mi neurona más católica, con formación en el Opus Dei, salió al rescate y me hizo recordar un pasaje de la Biblia donde se menciona que Dios «castiga la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación…» (Éxodo 20:5). Ese comentario también me lo ahorré, porque me niego a aceptarlo. ¿Hasta dónde estamos condenados los hijos a pagar por los pecados de los padres? O peor aún, ¿hasta cuándo seguiremos justificando el repetir los patrones de nuestros padres y escudándonos tras ellos?

No cabe duda de que lo ideal sería que los padres nos heredaran activos financieros, como una casita en la playa, terrenos, criptomonedas o por lo menos muchos dólares debajo del colchón. La mayoría nos heredan traumas y una mochila emocional bien «retacada» que, en muchos casos, es demasiado pesada.

Mis rasgos más obsesivo-compulsivos se los debo a mi familia materna, mientras que los más neuróticos a la paterna. Siempre he luchado contra estos comportamientos, pero aun así, de vez en cuando, los repito sin darme cuenta. Gracias a Dios no tuve hijos, y sin embargo, el otro día descubrí a mi hijastra recogiendo los platos de la mesa cuando aún me quedaba un bocado de comida. Lo hizo de forma compulsiva, tal como lo hace mi madre, un rasgo que odio y que, a pesar de mi resistencia, yo también repito. Fue como ver un reflejo de esa misma compulsión que aparentemente estoy transmitiendo sin querer. Y es que los hijos reproducen patrones en sus propias vidas y seguirán pasándolos en la crianza de sus propios hijos. Lo preocupante es que cuando el núcleo familiar es abusivo o disfuncional, esos patrones también se heredan y se van reproduciendo por los siglos de los siglos.

Pero eso no significa que, porque nuestros padres no hayan sido perfectos, los hijos no tengamos responsabilidad individual y la capacidad de elegir nuestro propio camino y romper con esos patrones negativos. En algún momento de nuestra adultez debemos ser conscientes de que nuestras acciones pueden desencadenar una serie de reacciones significativas en otros seres humanos.

Esto me recuerda al famoso «efecto mariposa», esa teoría que dice que el aleteo de una mariposa en Brasil puede desencadenar un tornado en Texas. Nuestras decisiones y acciones, por pequeñas que sean, tienen el poder de influir y transformar la vida de los demás. Somos responsables no solo de nuestras vidas, sino también de las vidas que tocamos con nuestras acciones.

La vida, aunque hermosa, es un entramado muy jodido y complejo de decisiones y consecuencias. Y ahí, en esa encrucijada de elecciones y consecuencias, es donde radica nuestra responsabilidad. Porque no somos simplemente víctimas de nuestras circunstancias o herederos de las maldiciones de nuestros ancestros. Somos seres que hemos venido a ser agentes de cambio, capaces de interrumpir los ciclos de dolor y construir relaciones basadas en el amor.

Cada vez que siento que mi vida no tiene sentido o que es insignificante, me gusta pensar que soy una de esas mariposas y que cada pequeño acto de amor, cada esfuerzo por sanar, cada intento por ser una mejor persona tiene un impacto que va más allá de lo que mi mente puede imaginar y dimensionar.

Somos mariposas. Y con cada aleteo, tenemos el poder de cambiar el curso de la vida de alguien para bien o para mal.

Ilustración cortesía de la autora