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Gerardo Ramírez Vidal*

Los adversarios de la Cuarta Transformación (4T) han moderado en buena medida su actitud de golpeteo constante, de la rijosidad y falsedades características en ellos, debido a la contundencia de su derrota. Pero permanecerán al acecho para denostar y ofender cualquier cosa que haga el gobierno federal y los gobiernos locales. Y estarán en su derecho. Por el momento, parecen no entender todavía las causas de su derrota, que prefieren atribuirla al actual gobierno. A mi juicio, no se han tomado en cuenta dos factores que explican el éxito electoral. El más importante es que el gobierno de López Obrador ha sido muy exitoso, justo y democrático, pero ellos no lo pueden aceptar, y sin parpadear sostienen lo contrario. Otro factor es el empleo de la violencia verbal que, como publiqué en un capítulo de un libro reciente, no provoca ningún daño al adversario político, sino al mismo que la emite. Para el nuevo gobierno, una oposición de este tipo no es mala. Es lo que se llama “el tonto útil”.

En estos momentos no tiene ya mucho caso detenerse en ello. Lo importante ahora es qué hará el gobierno entrante con el poder omnímodo que la ciudadanía ha depositado en él. ¿Una decisión de dos tercios faculta a un gobierno a hacer lo que quiera? El famoso artículo 39 de nuestra Constitución política redactado en 1917 y aún vigente adquiere ahora pleno sentido. Dice así:

Artículo 39. La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.

Los tres enunciados de ese artículo parecen corresponder a los elementos de un razonamiento deductivo: premisa mayor, premisa menor y conclusión. El artículo 40 matiza la conclusión, pues afirma en su parte inicial: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal […]”. De cualquier modo, el pueblo es soberano y sus decisiones, buenas o malas, son mandatos irrecusables o inatacables; inclusive puede cambiar un régimen democrático por otro. Un ejemplo histórico es suficiente:

En el año 411 antes de Cristo, reunidos en asamblea soberana, los atenienses decidieron de modo unánime abolir el sistema democrático y permitir que una oligarquía se hiciera del poder, dando origen así al régimen de los “Cuatrocientos Tiranos”. No vamos a considerar las circunstancias excepcionales en que se decidió ese cambio, pero sí señalar que de inmediato se abolió el sistema anterior por uno oligárquico. Se anularon los procedimientos democráticos y se privilegió a una minoría. El pueblo ya no intervino: había renunciado a su soberanía. A pesar de ello, ese gobierno no duró más de cuatro meses y fue abolido, creándose un régimen de transición para volver al sistema democrático, con su asamblea, su consejo y un poder judicial dominado por el pueblo. Pero quien derribó al nuevo gobierno no fue el pueblo. Los conflictos internos entre los grupos de poder, los asesinatos entre dirigentes, los procesos judiciales para acabar con los adversarios y otras muchas tropelías entre los grupos oligárquicos impidieron que ese régimen fuera duradero. Se restableció la democracia.

En la votación del 2 de junio, el pueblo mexicano decidió dar a los legisladores de Morena y sus aliados el poder de aprobar el proyecto del nuevo gobierno, cuya parte medular es el Plan C, repetido clara y llanamente durante la campaña electoral: reformar la Constitución política en lo concerniente al poder judicial, otorgar a la Comisión Federal de Electricidad el carácter de empresa estratégica del Estado, establecimiento del sistema de salud universal, elevar a rango constitucional los programas sociales, la desaparición de los legisladores plurinominales, entre otros compromisos de los candidatos vencedores que el pueblo firmó con su voto. Ése es el mandato del pueblo.

Entonces, el nuevo poder legislativo tiene la obligación política de llevar a cabo esas reformas constitucionales. Pero no tiene un cheque en blanco. El segundo enunciado del artículo 39 de nuestra Carta Magna es muy claro: “Todo poder público […] se instituye para beneficio de éste [el pueblo]”. Si esto no llegara a suceder, se estaría violando la decisión democrática. Por ello, el poder legislativo tiene la obligación moral de consultar y debatir si las reformas que pretende hacer benefician o perjudican al pueblo. Se deben apegar al criterio de la felicidad o bienestar de la población, como ya lo había afirmado Aristóteles hace dos mil cuatrocientos años.

La parte faltante tiene mucha importancia: “Todo poder público dimana del pueblo”. ¿Qué quiere decir esto? Que el nuevo gobierno deberá establecer los mecanismos para que el pueblo sea el que decida el sentido de las reformas constitucionales y las políticas públicas relevantes. Según Rousseau, el ciudadano, al depositar su voto entrega su soberanía. Y eso había sucedido hasta ahora, pero no debe ser así, sino que debe seguir preservándola siempre mediante mecanismos como el referéndum, el plebiscito y la iniciativa popular, que deberán ser obligatorias y vinculantes.

No debemos volver al modelo de antaño, en que los legisladores y el poder judicial respondían al interés del ejecutivo y del poder económico. Las decisiones del legislativo tendrán que responder a la felicidad o bienestar del pueblo… y habrá que consultarlo siempre que sea necesario, aunque a muchos les pese.

Ésa es la tiranía de la mayoría: tomar las decisiones importantes en beneficio de sí misma.

* Doctor en Letras, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México y diputado federal de la LVII Legislatura (1997-2000).