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LO QUE SE MUEVE SE COME

(segunda parte)

 

Cuando llegué a Villahermosa para visitar a Eugenio, ya me tenía un tepezcuintle congelado en dos partes. La mitad trasera la hice al horno, untado con una pasta de ajo y naranja, y constituyó la exitosa cena de Año Nuevo. Al día siguiente, para comenzar el año, freí en manteca de cerdo la otra mitad destazada, incluida la cabeza, y resultó quizá aún más rica en esta especie de carnitas.

Cuando en los años noventa hizo erupción el Volcán de Fuego, en Colima, fui con Eugenio a presenciar el espectáculo. Un día subimos por Atenquique, en camioneta, y luego caminando nos acercamos al cono volcánico. Al otro día hicimos una larga caminata en ascenso por el lado opuesto, como de siete horas, desde la hacienda de San Antonio, pasando Comala; nos guio un campesino que llevaba una perrita criolla. Un momento emocionante fue cuando la perra, alejada algunas decenas de metros de nosotros, empezó a ladrar de cierto modo y su dueño dijo: “Atrapó algún animal”. En efecto, era un tlacuache.

Yo había leído en algún lugar acerca de la costumbre, muy poco extendida, de comer tlacuaches (el único marsupial mexicano), lo cual me llamó la atención debido a la fea apariencia de la piel de este animal, como sarnosa, pues tiene partes pelonas y otras con mechones (como el perro itzcuintle). El guía no ocultó su asombro cuando decidí llevármelo y asimismo cuando, ya casi de noche, de vuelta en su casa, le pedí que me dejara aliñarlo, como dicen en los pueblos (pelarlo, limpiarlo y prepararlo para comer). Muy amable aceptó, pero me rogó: “Que no vayan a darse cuenta las mujeres”. En efecto, el tlacuache es en muchos lugares un animal sagrado y nadie osa matarlo ni menos aun comerlo. Ya listo en una bolsa de plástico, nos fuimos a la ciudad de Colima y allí lo guardé en el refrigerador del hotel.

De vuelta en México, lo preparé en casa de mis papás: primero bien cocido en olla exprés, pues los animales silvestres suelen ser duros, por el constante ejercicio; después hice un arroz blanco con mucho ajo y cebolla y cuando se cocinaba le introduje el tlacuache en trozos. Debe haber quedado exquisito, pues hasta mi padre lo comió con ganas.

Platicando esta experiencia a Salvador Castillo, culto amigo de estirpe abarrotera e importante coleccionista de obras de arte, me presentó al propietario de un rancho ubicado por Tierra Blanca, en Veracruz, quien se ofreció a traernos dos tlacuaches de allá (decía que abundaban, pues nadie los comía). Llegados los animales fresquecitos, bajo mi dirección los guisó de idéntica manera la cocinera de Salvador, quien nos ofreció un banquete en la Casa de la Acequia, joya colonial de su propiedad en la esquina capitalina de Isabel La Católica y Regina. Los vinos estuvieron a la altura del exótico manjar.

También con armadillos he tenido numerosos contactos. Los vendían a la orilla de la carretera vieja a Taxco, pasando Amacuzac y Huajintlán, a la par que iguanas. Muchas veces compré de unos y de otras. Casi siempre hacía aquellos al horno, en su concha, y a veces en entomatado verde, con la antigua receta de mi abuela materna (que desde luego no era a base de este mamífero desdentado, sino con carne de res). Los secretos de ese entomatado consisten en adicionarle un poco de piloncillo para contrarrestar lo ácido del tomate (amén de escogerlos bien maduros o usar tomatillo de monte, que es menos agrio), condimentarlo con canela en rajas, clavo y pimienta gorda y ponerle chipotle adobado.

Allá por los ochenta, en un viaje de trabajo a la república de El Salvador (para una reunión de la FAO), descubrí que en su capital todavía vendían armadillos vivos en el mercado principal. Compré dos como a diez dólares cada uno (¡regalados!) y en lugar de regatear, pedí que me los prepararan, ya en piezas y sin concha, para facilitar el viaje de regreso a México. Estaba hospedado en el Camino Real de San Salvador y cuando estuve lavando en el baño de mi habitación los trozos de carne ensangrentada, me sentía como El Descuartizador de Londres; los guardé en una bolsa grande de plástico, de esas que ponen para la ropa sucia, y luego pedí en el restorán del hotel que me los congelaran.

Cuando llegué, varios días después, al aeropuerto de la Ciudad de México, apreté tranquilamente el botón del semáforo de la aduana (siempre me salía verde), pero ¡oh, sorpresa!, que me sale rojo. Revisado mi equipaje y encontrado el cuerpo del delito (o mejor dicho, los dos cuerpos, aunque en pedazos), los aduaneros se declararon incompetentes ante el caso y llamaron a los inspectores de sanidad animal.

Estaba yo violando dos ordenamientos legales: la ley sanitaria, por transportar carne fresca sin autorización, y un convenio internacional al que México se había adherido, sobre protección a la fauna silvestre. Mi ignorancia y mi buena fe no me valieron de nada. Expliqué, insistí, apelé durante más de media hora, sin resultados. Me iban a decomisar mis armadillos los dos jóvenes inspectores, una mujer y un hombre.

No sé cómo se me ocurrió platicarles que mi grave falta no era producto de mi glotonería, sino de mi curiosidad intelectual e intereses académicos, pues era un profesional de la gastronomía (ni yo me creo eso, pero había que jugar hasta la última carta). Me vieron, dudosos, y se me prendió el foco: traía yo el folleto recién editado de la Sociedad Mexicana de Gastronomía y Enología con mi ponencia de ingreso, titulada La cocina mexicana en los paladares extranjeros, mismo que les mostré y regalé. Me hicieron varias preguntas sobre esa agrupación especializada y cuando ya pude respirar con tranquilidad, fue cuando me preguntaron: “¿Y cómo va a guisar los armadillos?”. Les expliqué la receta del entomatado y prometí llevarles un itacate, intención que en realidad tenía, pero al día siguiente, cuando los comimos en familia, no quedó nada en absoluto.