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¿LA DEMOCRACIA ASESINADA?

 

Un número difícil de cuantificar de mexicanos continúa el lamento, el crujir de dientes y la desesperación por no entender aún el porqué de lo sucedido el dos de junio pasado. No se ve claro cuándo y cómo los portadores del poderoso virus antiAMLO puedan descansar de su afección. Caló tan hondo su odio por el personaje que, en su confusión, a medida que pasaba el sexenio, se les fue acabando su capacidad de analizar y diagnosticar lo que realmente estaba pasando en el país y en el mundo; y quizá también lo que estaba sucediendo en el interior de ellos mismos.

Nadie puede negar que el modo de ser y de hacer del actual presidente cimbró seriamente todos los andamiajes sobre los que aún está construida la vida nacional, sumado a los impactos en lo económico, lo político y lo social de la impuesta parálisis mundial, causada por la pandemia del COVID-19. Es comprobable que AMLO propuso legislación y aplicó políticas públicas que desde mucho tiempo antes de acceder a la presidencia, ya las planteaba en sus múltiples publicaciones; y lo hizo, a pesar de tener en contra a la prensa convencional, a todo el patético aparato mediático concesionado, a poderes fácticos que promovían la judicialización de todo lo que emprendía, a la irresponsable parálisis legislativa de los partidos de oposición, así como al cínico intervencionismo de poderes formales y fácticos del extranjero.

Evaluar con frialdad e inteligencia el significado de esta administración federal es desde luego una tarea compleja que debe hacerse seriamente, y en su debido momento, sin entretenerse con el típico diagnóstico de bolsillo que recurre a explicarlo todo por la psicología del presidente López Obrador.

Es muy importante objetivar hasta donde sea posible el caso mexicano, simplemente por el contraste y contradicción que se da, entre los resultados de las pasadas elecciones, y las crecientes alertas y proclamas de que dichos resultados auguran el fin de la democracia en nuestro país, y el inicio de una oscura etapa de autoritarismo.

No deja de llamar la atención el descontento y la alarma de quienes por amor a México, o bien, porque ven amenazados sus intereses, manifiestan sin tapujos que el triunfo apabullante del partido político Morena y sus aliados ponen en riesgo a la democracia misma. ¿Cómo es posible que se considere antidemocrático el hecho de que un partido o coalición que alcanza la mayoría en el Congreso esté en posibilidad y decida hacer cambios constitucionales?

Quien piense así, tendría entonces que preguntarse cuál es el sentido de los procesos electorales, en el marco jurídico de una República liberal como la nuestra que plantea la separación de poderes, defiende la bondad de los “pesos y contrapesos”, y le apuesta a la competencia electoral multipartidista. ¿Qué acaso no se compite en las elecciones para ganar todas las posiciones en disputa, y así poder legislar y ejecutar lo que se plantea en las campañas?

Es claro que el esquema de democracia representativa como la practicamos, vía partidos políticos, coaliciones y comicios calendarizados, está caduco, porque se contradice a sí mismo. La prueba está en que se califican como indeseables a algunos de los resultados que se logran por los procesos democráticos. De acuerdo con esto, ¿sólo existe democracia, cuando ninguno de los contendientes alcanza una mayoría calificada? Absurdo, ¿no?

En la vía de los hechos, un partido ganador que no logra la mayoría suficiente para instrumentar, cuando ya es gobierno, los cambios que la sociedad quiere y respaldó con su voto, por fuerza enfrenta oposición de los demás. Nos parece ya normal que los partidos perdedores automáticamente se conviertan en la oposición del que ganó. ¿Por qué tiene que ser así? ¿esos partidos opositores representan acaso posturas radicalmente distintas en todo lo que respecta a formas de organización y comportamiento social?

Es curioso que los perdedores en las contiendas electorales hablen de la importancia de los “pesos y contrapesos”. Exigen ser tomados en cuenta, como condición para que el gobierno no se vuelva autócrata. Piden que las nuevas leyes y políticas públicas incluyan puntos de vista de los opositores, sin importar que no se cumpla a cabalidad el mandato que los electores le dieron al partido mayoritario, sobre todo cuando alcanzó la mayoría calificada. Cuando no es el caso, y se tiene solo mayorías simples, el recurso es negociar con otros partidos en lógica de “quid pro quo”, para al menos avanzar un poco en el cambio deseado sobre un tema. A esto le llaman “realpolitik”. Este juego de negociación ya entra en el campo de la relación entre partidos políticos, y el sentir de la sociedad y su mandato mayoritario pasa a segundo lugar.

¿De qué se trata, entonces, esto de la democracia representativa? ¿No sería acaso mejor hacer encuestas y consultas sobre lo que la sociedad en su conjunto defina como problemas prioritarios a resolver, para luego debatir públicamente, y por todos los medios, los pros y contras de las diversas formas para solucionarlos, y finalmente someterlas a votación ciudadana? Para eso no se necesitan partidos políticos, ni congresos, bastaría con identificar con creatividad los medios y mecanismos para divulgar y analizar la información relevante y pertinente de los temas centrales que la sociedad previamente haya definido.

Hay que imaginarnos nuevas modalidades de democracia y corresponsabilidad social. Los partidos políticos y sus elecciones son una trampa en la que seguimos cayendo como sociedad. Es un autoengaño colectivo que nos divide, nos distrae de lo importante y sólo favorece a los poderes fácticos nacionales y mundiales. Hay que “asesinar” a la actual democracia, pero con lógica y motivos distintos a los que están aludiendo los beneficiarios del actual estado de cosas.

*Interesado en temas de construcción de ciudadanía.