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En el lenguaje de los tribunales dictar sentencia implica la culminación de un proceso, encabezado por un juez, en el que se cumplen los requisitos establecidos en la ley, los plazos señalados para cada etapa y el respeto a los derechos humanos. Es lo que se conoce como debido proceso. Los jueces son los responsables, de principio a fin, de la buena conducción del juicio, hasta emitir la sentencia. La sentencia es de su exclusiva responsabilidad. Están impedidos de hacer pronunciamientos verbales previos sobre el sentido de la resolución. Esa circunstancia explica la exigencia a los jueces de cumplir con un perfil personal-profesional, que conjuga preparación especial, capacidad de interpretación y argumentación, experiencia en el trabajo en tribunales y conocimientos técnico-jurídicos.

Ahora que está candente el tema de la reforma judicial (desaparecer al actual Poder Judicial Federal e instaurar un nuevo), cuya discusión -es la expectativa- ocupará la atención principal en los trabajos del Congreso, en el nada lejano mes de septiembre, comparto algunas reflexiones y sugerencias.

Primero. De nuevo, como ha sido el sello identificador de este sexenio de gobierno -que esperemos no se repita en el que está por iniciar-, hay una polarización y confrontación, casi enconada, entre dos posiciones. Quienes empujan la reforma y quienes buscan detenerla. No hay término medio. He señalado, que en este tipo de envites nadie muestra interés real en escuchar al otro. Parecen posiciones irreductibles. ¿En serio los son? Ambas partes esgrimen que se trata de defender los mejores intereses para el país; tal vez lo sea, pero los enfoques muestran el divorcio en la visión que se tiene del tema. Se necesita genuina sensatez para partir de los puntos de coincidencia (reformar el actual esquema de impartición de justicia); la clave es encontrar cómo hacerlo, establecer un cronograma y fijar las reglas de la transición. Es ineludible disipar los nubarrones de revanchismo y venganza que se percibe en el ánimo colectivo, que nada abona al debate.

Segundo. La expresión sentencia, que es propia de los tribunales, ahora parece ser trasladada a los ámbitos de los poderes legislativo y ejecutivo. Cuando el titular del Ejecutivo -a manera de juez supremo- instruye que la reforma deba aprobarse en el último mes de su gobierno, literalmente está “dictando sentencia” en cuanto al tiempo y el sentido de la resolución legislativa (la elección de los jueces, magistrados y ministros mediante voto de la población). No le pueden cambiar ni una coma al proyecto que presentó en febrero pasado. En el fondo, hay una prueba nada fácil para el gobierno entrante.

Tercero, El acatamiento sin chistar de la sentencia presidencial dictada, por parte del poder legislativo, provoca que la tarea de éste sea de mero trámite. Ahora cuentan con encuestas que muestran, supuestamente, que la mayoría de la población está de acuerdo con la reforma. ¿En serio, es así? Si en verdad se busca el apoyo de la sociedad, tendría que recurrirse a un ejercicio democrático que incluya a la mayoría de la gente. En ocasión anterior señalé que, frente a una propuesta de reforma de gran calado, con la que se busca una “transformación”, ¿qué papel debe jugar la sociedad? por supuesto, un rol protagónico, pues en ella recae de manera directa -para bien y para mal- el impacto y repercusión de la posible reforma.

Cuarto. Se requiere tener como premisa de partida que, ante iniciativas de modificaciones a la Carta Magna, que conlleven el riesgo de retrocesos democráticos, se recurra, como filtro o condición previa al trabajo legislativo, a un referéndum o consulta popular, en los términos previstos en el artículo 35, fracción VIII constitucional. El diseño general de esta opción la mencioné en colaboración previa (LJM del 7 de marzo).

Quinto. Lo del parlamento abierto no parece tener futuro promisorio. Ya se mostró el talante de rechazo ante el análisis técnico-jurídico realizado por investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (mi respeto y solidaridad). ¿Qué se busca? Según se percibe, que en el debate no participen los que tengan argumentos diferentes a los oficiales, que muestren los riesgos de la reforma. Es sintomática la expresión “no se metan”. Por lo menos, los legisladores y asesores de todos los partidos políticos tienen en el libro rechazado una lectura obligada.

Veo diversos aspectos que deben ser incluidos en la discusión legislativa, por ser necesaria su incorporación en la norma constitucional: A) mantener la autonomía e independencia judicial (no sólo se exige plasmarse expresamente en el texto, sino establecer las condiciones particulares para su materialización); B) contar con el suficiente respaldo presupuestal y un manejo autónomo por parte del Poder Judicial Federal (la sana división de poderes no puede estar supeditada a criterios economicistas); C) el perfil del juez (establecer el mínimo de requisitos por cumplir, que sean medibles y verificables: número mínimo de años de experiencia en materia de resolución de litigios, examen de conocimientos, entre otros. De esa manera los participantes provendrían mayormente de los actuales tribunales); D) legitimidad de los designados (establecer un porcentaje mínimo que deben alcanzar quienes resulten ganadores en la votación, de lo contrario la sociedad civil sería la que haga la propuesta de ganador. Esto significaría que no todo quede supeditado al resultado de la votación, sino que esta sea efectiva y representativa); E) establecer candados precisos y revisables por la sociedad, para evitar el auspicio o propaganda, abierta o soterrada, proveniente de la delincuencia organizada y de los partidos políticos; F) definir si podrán participar o no los juzgadores actualmente en funciones (esto tiene mucha relevancia).

Ante la sentencia dictada por el Ejecutivo federal respecto a la parte medular de la reforma -criticable, pero inevitable-, hay que buscar alternativas discursivas y normativas. La voz de las universidades debe continuar sonando, aunque lo que se diga no sea del agrado de todos. La pluralidad es uno de los valores máximos de una sociedad democrática. No la tiremos al caño.

* Investigador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM y del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) / eguadarramal@gmail.com