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Manzanillo veinticuatro años después

 

Para Rolando y Quiti Cordera

La última noche del siglo XX la viví en Manzanillo, en la fiesta tradicional de fin de año que se celebraba en los Bungalows La Joya, arropado por el afecto de grandes amigos y los sonidos de las sirenas de los barcos fondeados en la bahía, los que, con todas sus luces encendidas, lanzaron a las doce de la noche en punto sus bengalas al aire, como bienvenida única y emocionante del nuevo siglo.

Pero esa magnífica noche no fue la primera vez que estaba en esa ciudad marítima. La había visitado muchas veces antes guiado por Fallo Cordera, un hombre nacido frente a ese mar. Eran los años setenta cuando la caminé con él por primera vez. Por ello, en los días finales de abril del 2024, casi un cuarto de siglo después de la última ocasión que estuve aquí, mis sensaciones y emociones ante los lugares que reconozco se arremolinan en mi memoria.

El lunes de mi llegada, mis amigos Maca, Arturo Balderas y Diana -todos ellos nacionalizados manzanillenses- me invitaron a cenar. Las palabras que escuché de ellos fueron los primeros relámpagos en mis recuerdos de este viaje: “Vamos a la cenaduría Chayito en Salagua”. Fue en una cenaduría -esos sencillos y deliciosos lugares típicos de Colima y otros lugares de nuestra provincia- donde comí pozole y ‘sopitos’ de carne la primera noche que llegué a esas playas. Y fue al barrio de Salagua donde Fallo me llevó a cenar en ese lejano entonces, conduciendo mi histórico Datsun azul.

Ahora, este lunes de mi llegada, fue Arturo Balderas el que condujo, y el paisaje del camino fue totalmente distinto al que recordaba: a ambos costados de la avenida se ven letreros luminosos de restaurantes de cadenas internacionales, agencias de venta de autos y tiendas modernas, como si estuviéramos de pronto en una calle de Miami. Tan impresionado me dejó el cambio de ese trayecto, que por un momento pensé, haciendo una broma personal: “Balderas ya se equivocó” -para quienes lo conocemos no sería la primera vez- “y quién sabe dónde andamos”.

La mañana siguiente, desde la terraza del departamento que me había prestado un amigo para mi estancia, noté otro cambio significativo al ver a lo lejos las ahora inmensas instalaciones del puerto, y el tráfico de barcos, que parecían edificios de varios pisos por la carga de contenedores colocados como figuras de Lego. Esa mañana conté ocho de esas enormes naves, alguna fondeadas y otras moviéndose hacia oriente en la bahía frente a mí.

Al mismo tiempo, ese paisaje me regaló una imagen que, como un imán, me hizo salir a caminar hacia ella. Como lo había hecho muchas veces, fui andando por la arena hasta ver más de cerca las piedras de esa construcción grabada en mi memoria: la escollera del muelle del puerto. Al paso encontré otro lugar que había olvidado, la terraza colonial del Hotel la Posada, donde junto a la arena tomaba sin falta mi tequila Siete Leguas, con mi inolvidable amigo Rafael Cordera.

Otra invitación, ahora para almorzar, me llevó al viejo mercado del puerto. Maricruz Mora, mi querida Maca, desde el balcón me propuso ir por unos tacos de cochinita. Esa media mañana volví a mi Manzanillo de antaño. Pasamos en su auto por la Laguna de las Garzas, cruzamos las vías hoy ya sin uso que hace muchas décadas llevaban los trenes de carga hacia el muelle. La gasolinera -creo la única que había entonces- sigue en pie en la esquina que da la bienvenida al centro de la ciudad. Mi memoria, refrescada por lo que veía, reconoció el edificio de la familia Macchetto, en la esquina de la plaza que alberga en su planta baja el Bar Social, y en la siguiente cuadra apareció la cafetería Chantilly, fundada hace cincuenta y ocho años, y en cuyas mesas me había curado varias crudas con sus fabulosos chilaquiles.

Al regreso del mercado no veníamos solos, nos acompañaba un gran pez rojo, recién sacado del mar, con el que Maca nos sorprendería en la noche, guisándolo a la sal. En el camino le pedí a ella que se detuviera un momento frente al Bar Social, para preguntar si estaría abierto el día siguiente, ya que sería 1o de mayo. Al saber que sí tendría servicio, estuvo decidido mi regreso al día siguiente a ese lugar sagrado de Manzanillo.

Hice mi caminata en el mar y di una buena nadada en la alberca de La Joyita, como se le conoce a la bellísima construcción de los departamentos donde me alojé y que hoy colinda con La Joya, el primer lugar donde dormí en esa bahía. Luego, salí en un taxi al centro de Manzanillo; me dejó en las puertas del Social, bar al que recuerdo haber entrado muchísimas veces, aunque no tengo memoria de las que he salido de él.

Al sólo cruzar sus puertas, su barra perfectamente circular y de una sola pieza me condujo suavemente a un viaje venturoso en el tiempo. Me llevó a grandes momentos compartidos con amigos, durante muchos años, en ese bar. Vino a mi mente la risa de Fito Sánchez Rebolledo, de Alex Zenses, de Rolando, Quiti y Fallo, es decir, los Cordera. En esas memorias, había también un conjunto de cuerdas en el que brillaba Callito; con su violín, él daba un toque particular a esas conversaciones. El Bar Social siempre fue más que un bar, era un lugar donde la amistad era indispensable para reír. También apareció el recuerdo de la voz de Miguel Berra, amigo, propietario, cantinero y mucho más.

Así como el Social era más que un bar, sin Miguel Berra el Social no hubiera sido nunca lo que fue. En ese bar lo escuché contar historias dignas de un cuentista, fábulas que sólo él podía hacer creíbles. Recuerdo que un día a todos los comensales de la barra los convenció que la botana que comían era chicharrón de ballena, del ejemplar que esa mañana había quedado varada en la playa de Ventanas.

Después de saborear mi último trago de vodka-tonic y una tostada de ceviche, gocé una vez más de la fotografía emblemática que incólume sigue colgada en la pared; en ella se ve al padre de Miguel y fundador del bar a principios de los 50, don Ernesto Berra, montado sobre una bicicleta, dando vueltas sobre la barra.

Otras sorpresas, estas culinarias, me recibieron en Manzanillo, que brindó nuevas y deliciosas opciones. Probé sólo dos, una fue el restaurante de comida mazatleca llamado Toro Mambo -en honor a una banda- y otro fue un restaurante junto a la arena del mar, el Pata Salada -nombre no tan extraño cuando uno se entera que es como un gentilicio, ya que así se les llama a los habitantes de Colima. Ahí cenamos, para mi despedida, una comida increíble, preparada por un destacado chef.

El último día, en mi camino al aeropuerto por esa carretera que a todo lo largo va corriendo junto al mar, me iba envolviendo una emoción gratificante por el reencuentro con Manzanillo y la memoria revivida. Recordé las sabias palabras de Bioy Casares, del aforismo “Viajes” en su libro Guirnalda con amores, y que me ayudaron a expresar mis sensaciones: “Cuando viajamos, el presente no logra su plena realidad; es casi un pasado, casi una anécdota; por eso es nostálgico y, también, feliz”.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.

Imagen que contiene interior, tabla, cocina, silla

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