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PAELLAS Y PA’ NOSOTROS PULQUE

 

Apasionado de las paellas como soy, cada vez que puedo me enfrento a una. Con Eugenio adolescente disfrutamos en Valencia la de la consagrada “Pepica”. Ya en Sevilla, nunca se me olvidará que con alguna sustanciosa sopa se me antojó ponerle algo picante y, planteada mi descabellada solicitud al mesero, me trajo unas guindillas. ¡Qué enchilada me puse! No son otra cosa que nuestros chiles de árbol secos. (Desde los viajes de Cristóbal Colón llevaron a España semillas de ese cápsicum mexicano).

En prepa, en el Colegio Madrid, algún domingo llegué a casa de mi amiga y condiscípula Cristina Barros, hacia las 4 de la tarde. Ya había comido, pero ante la gentil insistencia de los anfitriones, acepté probar una deliciosa paella que habían hecho. Nadie creyó que llegué comido cuando finalmente repetí paella tres veces.

En el restorán “Guría” de la colonia Roma capitalina, cierta ocasión fui a comer con Eugenio Gómez, amigo aceitero de origen español. Éramos varios a la mesa y como nadie quería paella, excepto yo, Eugenio insistió en ordenarla solo para mí. No me hice del rogar y a la orden normal (servida para dos personas), mi generoso amigo indicó que le agregaran unos camarones gigantes. Después de tapear con morcilla, chistorra, jamón serrano, piquillos y empanada gallega, todo con unos buenos Tío Pepes, llegaron los platillos y el capitán colocó junto a mí una mesita para poner la paella, a fin de servirme a gusto. A paso lento –como suelo comer- pero seguro, fui dando buena cuenta de la paella, sin ayuda (que nadie ofreció ni tampoco solicité). La comí como debe ser, acompañada con pedacitos de pan, pequeños, sin exagerar, y tinto en proporción. Como aquello no eran carreras, y en consideración a mis compañeros de mesa, les rogué que pidieran su postre y su café, pues pasaron muchos minutos después de que terminaron y yo seguía enfrascado con mi paella. Después siguieron con los anices y yo estaba justo en el bocado final, cuando desde una lejana mesa se acercó a saludarme Pepe Gamas Torruco; me admiré de su buena vista, y se lo dije, pues en verdad que estábamos en extremos opuestos del amplio restorán. Me contestó sin rodeos: “Nadie más podría haberse comido esa paella solo; sabía que eras tú y me acerqué a comprobarlo”. Fueron muy digestivas las risas de todos.

En otra ocasión me comí una paella negra con Pepín Gómez, primo de Eugenio, y como yo no soy muy afecto a los postres, en su lugar pedí unos fideos del caldo gallego del día. En tales casos, los meseros no piensan que soy un goloso de gustos particulares, sino un absoluto ignorante acabado de llegar de una ranchería.

En fin, hace años me invitó mi hermano Gabriel a hacer una paella en su casa de Cuernavaca. Además de exquisitos ingredientes, tenía previsto carbón para cocinarla en el jardín, de manera que tardamos más de tres horas en tenerla lista, para alegría de los señores que no paramos de tomar vino tinto, y disgusto de algunas esposas a quienes les pareció excesivo comer a las 6 de la tarde. Por supuesto, la paella quedó deliciosa (o así nos supo a esa hora).

* * *

Siempre he sido muy aficionado al pulque, blanco o en curados. No todos saben deleitarse con un blanco, cualquiera que sea su nivel de fermentación (desde un día, ligero y delgado, muy líquido, hasta de varios días, fuerte, espeso y consistente, de donde viene su apodo popular de baba de oso). El que ya está muy denso –con un comportamiento físico como de liga- nada más nos gusta a quienes estamos acostumbrados. Por cierto que la marquesa Calderón de la Barca (escocesa casada con el primer embajador español en México, quienes vinieron hacia 1840) se hizo muy aficionada al pulque y sobre todo al curado de piña; cuando dejaron nuestro país, escribió que lo extrañaría mucho (al pulque).

En la famosa plaza capitalina de Garibaldi hay una pulquería donde venden extraordinarios y deliciosos curados: de piñón, de almendra, de pistache y de nuez, amén de los sabores más habituales. Aunque esta es una excepción, la mayoría de las pulquerías de la CDMX tiene “departamento de mujeres”, instituido desde finales del siglo XVIII por el virrey segundo conde de Revillagigedo.

En el mercado de esa plaza Garibaldi venden unos tamales grandes con una pieza entera de pollo, verdes y rojos, buenísimos, y asimismo otros de sesos, sin masa, como el mixiote.

Nuestras andanzas de motocrosistas nos llevaban años atrás, a Eugenio y a mí, a los cerros de Contreras. Después de agotadores recorridos por veredas hasta el Ajusco y la Marquesa, en el segundo dinamo era obligatoria una escala en una enramada para tomarnos un gran jarro de curado de avena, exquisito postre líquido. Adecuadamente reconfortados, reemprendíamos el camino, si bien a muy baja velocidad, pues el tlachicotón no es inocuo.

Mi cercanía con Eugenio tiene mucho más de una explicación. Una son aquellas visitas a Garibaldi y nuestras épocas de motocrós, cuando él era adolescente. Otra se ubica en el centro de Coyoacán y se llama “La Puerta del Sol”, cervecería donde periódicamente nos despachamos varias jarras y botanas de garbanzos y habas. Pero no se piense que todos nuestros vínculos son de esa índole. Son solo el reflejo de una amistad paterno filial.

No se puede tocar el tema de las pulquerías capitalinas sin rememorar que era clásica la costumbre gastronómica que ubicaba afuera de ellas a una señora vendiendo tripas de pollo guisadas con epazote, cebolla y chile verde, y como plato usaban unas hojas de mazorca de maíz.

Muy buena, acá en Cuernavaca, es la céntrica pulquería (fifí para ser pulquería) ubicada en la esquina de Rayón y Juan Ruiz de Alarcón.