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Da miedo decir que México huele mal. No vayan a tildarla a una de fifí. Lo cierto es que nuestra nación no posee un aroma afortunado. Apesta. Luego de pasar temporadas en el extranjero, la nariz lo grita. Esta verdad no era tan evidente. Creo que se perfumaba. No obstante, el tufo a caño salía flote en un descuido. Bajabas del avión y en cinco o diez minutos te asaltaba ese hedor como cancioncita. Ahora es un estruendo. El descuido de las salas de espera en el aeropuerto Internacional Benito Juárez provoca tristezas mayúsculas. Decayó la calidad del desodorante del ambiente y no importa que las sillas estén rotas, rajadas. Las paredes de algunos pasillos, para colmo, han sido pintadas con los colores de la cárcel o el cuartel militar. En el AIFA es lo mismo, aunque como es nuevo y sí funciona, se nota menos la mugre real y simbólica, la aceda intención “socialista” que no llega a tal. Es sólo una pretensión porque la Alemania del Este, el Moscú de Lenin, La Habana del pueblo, ya no existen por más que el primer piso de la cuarta transformación haya sido nostálgico de esos paraderos.

Quienes hemos tenido la osadía de endeudarnos para viajar por todo el mundo o en ocasiones hemos corrido con la suerte de trabajos que nos han llevado lejos, estamos al tanto de la realidad. Por eso no compramos el discurso de que irse es malo, de que traicionamos a México buscando un lugar mejor donde sí paguen lo que vale la mano de obra calificada. Como padre tóxico, como patriarca violento, el presidente detuvo becas de estudio internacionales, criticó a la gente que gusta de salir de viaje a otros países. Él mismo renunció a un avión, salió muy poco o casi nada. Impuso el ejemplo de una visión que no iba más allá del río Bravo, que guardaba rencor a Europa, que ni idea tenía de que Asia es importante. Ese discurso y proceder consiguió que nuestros connacionales viajaran menos. Logró que se conformaran con nuestra geografía. Nos arrebató el mundo, aunque paradójicamente, el dólar bajara y fuera posible que nuestra moneda valiera más en otras latitudes. La trampa surtió efecto como le funcionó a Fidel abrir la costa cuando los balseros: “Que se vaya el que quiera”.

El quid del asunto es que, con salarios esclavistas, los cuales apenas mejoraron con el aumento del salario mínimo, y con inflación inobjetable después de la pandemia, los únicos que aprovecharon la fortaleza del peso fueron los mismos de siempre: los ricos que sí pueden viajar sin endeudarse. Más del setenta por ciento de los mexicanos no tienen liquidez para comprar al contado un boleto de avión a otro país. Para colmo, las remesas no engordaron, enflaquecieron para los más pobres: no es lo mismo cambiar un dólar a veinte pesos que a dieciséis. Esa supuesta bonanza se disfrazó de justicia social o de prosperidad ficticia. Parece que el personaje del Ecoloco, quien odia lo limpio, lo bello, lo sano y lo bueno, se adueñó de un proyecto de nación en contravía a las recomendaciones de algunos intelectuales posrevolucionarios como José Vasconcelos, Antonio Caso e Isidro Fabela para poner de pie a este país: educación, agua y jabón, cultura. AMLO se conformó con lo sucio en aras de dar un poco a las mayorías, lo cual no es que esté mal porque necesitaríamos estar mal del alma para decir que “por el bien de todos, primero los ricos”, pero en ese imaginario todo aquello que huele bien es malo, capitalista, neoliberal. Y no necesariamente.

La falta de matices nos condenó a la pestilencia, a la suciedad en los rincones, las ayudas sin ton ni son y que cada quien limpie, si quiere, el metro cuadrado que le resta. No importa que vivamos en un basurero de verdad o embustes. Aquí otro ejemplo: la prueba PISA no fue tomada en serio porque sus criterios no nos corresponden, “son raseros neoliberales y deben ser erradicados”. Siguiendo esa lógica está bien que los jóvenes no sepan sacar porcentajes, que los niños no comprendan lo que leen. Sucios, ignorantes, pobres y encerrados en su pueblo, así deseó y uniformó a los mexicanos, eso piensa que merecen además de una sola camisa como el personaje de cierto cuento ruso y no el de Gogol, titulado “El abrigo”. Está bien, nada más que toda esa gran literatura es un temblor del espíritu, una denuncia portentosa y bella porque la sangre de los siervos y luego la de los bolcheviques, terminó valiendo nada. Yo sí leí Dr. Zhivago.

Esa tergiversación de la historia, esa selección de textos malsana, esa interpretación sin límites, esas narrativas estultas llegaron de la mano de otras advertencias: cuidadito con aspirar, cuidadito con querer bañarte, cuidadito con desear salir de la miseria, de ser algo más que tus padres conformistas, cuidadito con ir a conocer el mundo para comparar a tu país, para valorarlo o luchar por su progreso siguiendo modelos de verdadero bienestar sin infecciones o sin ruinas. Por último, cuidadito con la cultura, el refinamiento, con la nariz disiente porque México sigue oliendo a caca cuando llegas.

*Escritora