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IGUANAS RANAS (primera parte)

 

Cuando se aproximaba el cumpleaños de mis primeros cincuenta, me enfrenté a la opción de hacer una gran fiesta con numerosos amigos, o bien –con el mismo presupuesto- realizar un pequeño banquete para un reducido número de invitados, en el cual yo pudiera disfrutar a cada uno de ellos. Opté por lo segundo y eché la casa por la ventana. No a diario se cumplen 50 años. Nos reunimos en nuestro minúsculo departamento de Tequesquitengo –con una vista prodigiosa sobre el lago- mis hermanos con sus esposas, dos parejas de amigos muy cercanos, Silvia y yo. Fue una cena memorable. En la madrugada nos fuimos a bailar al Bar-Co, una disco-embarcación muy divertida. Regresamos al amanecer tan contentos que nos prometimos planear algo extraordinario para un año después, como en efecto sucedió.

Para celebrar mis 51 años, contraté con anticipación una gran trajinera en Xochimilco y el 29 de octubre, día de mi cumpleaños, llegamos a las 9 de la noche al muelle convenido, los mismos comensales de la efeméride anterior. Media trajinera estaba despejada de mesas y sillas, como pista para bailar. Llevamos un bar muy bien surtido y una deliciosa cena, y para no estar amontonados alquilamos otra pequeña trajinera para la carga líquida y sólida, así como para el aparato de música. Un viejo amigo y fiel colaborador, Wilfrido Maldonado, se hizo cargo de esos apoyos logísticos, una especie de barman y DJ.

Navegamos, bebimos y nos reímos como pocas veces y en esas estábamos, cuando hacia las 11 de la noche, de un oscuro canal transversal, salió otra trajinera llena de mariachis tocando Las Mañanitas. Fue un gran detalle previsto por Silvia, arreglado en la plaza de Garibaldi un par de días antes. Como una hora disfrutamos la serenata, bogando con las pértigas en ese mágico lugar.

Retirados los mariachis, comenzó la cena y luego el café caliente, mas el pastel no aparecía. Pensamos que se había olvidado en tierra firme, pero continuó la búsqueda de manera sistemática. Por fin, nuestro querido Wil, que ya había celebrado con profusión y brindado reiteradamente por mi felicidad, preguntó si no sería el pastel un bulto suave que había en su silla, donde llevaba sentado buena parte de la noche. Sí era. A Silvia no le hizo mucha gracia, pero así y todo le despegó el envoltorio a esa entre tarta, torta y galletón apachurrado, le puso las velitas (no cincuenta y una, sino algunas pocas simbólicas), me cantaron, las apagué y nos supo delicioso. Atracamos en el muelle hacia las 5 de la mañana y todavía se dio tiempo una querida amiga de llorar un buen rato –catarsis de amor fraternal-, antes de subirnos a los autos para regresar a casa.

Xochimilco me trae muchos recuerdos. Hace unos 50 años, yo iba con frecuencia a comprar ranas al mercado, por supuesto para comerlas. Las tenían vivas en una especie de pecera sin agua. La señora que despachaba metía la mano y sacaba una, inmovilizándola con las patas traseras estiradas dentro su puño cerrado. Con un rápido movimiento centrífugo, la golpeaba en la nuca contra el filo metálico de la pecera; luego todavía medio viva la desollaba, previo corte de cuchillo, y procedía de igual manera con la siguiente. Con una docena de ranas armaba unos deliciosos ágapes, friéndolas empanizadas en aceite de oliva, acompañadas de puré de papa y rodajas de pepino con limón y sal.

Otras eran unas ranas miniatura –como uña de meñique- que atrapaba en unos enormes charcos que se localizaban en lo que hoy es la colonia Pedregal de San Francisco, en Coyoacán. En cierta ocasión, mi condiscípulo de la licenciatura en Historia Javier Acosta y yo casi llenamos una botella familiar de refresco con esos pequeños batracios y la llevamos escondida a nuestra clase de México Antiguo (que daba la maestra Chagüita en la Universidad Iberoamericana); ese día tocaba una proyección de fotografías y ya a oscuras destapé la botella y la dejé acostada sobre el suelo. Pocos minutos después apareció una insólita imagen en la pantalla: el templo de la Cruz Foliada de Palenque con una enorme rana en su escalinata. Cuando se movió la rana, hubo a coro un grito femenino generalizado (eran 30 mujeres y solo éramos tres hombres); alguien prendió de inmediato la luz y entonces sí que empezó la gritería: había decenas de ranas brincando por los pupitres, sobre los zapatos y la ropa. El excelente buen humor de la maestra –la prestigiada historiadora Rosaura Hernández-, impidió que el asunto llegara a mayores.

Y como las iguanas van de la mano de las ranas (como bien reza el decir popular), ahora recordemos a aquellos saurios. De adolescente, cazaba iguanas en los alrededores del lago de Tequesquitengo, sin infringir ninguna norma legal. Eran otras épocas.

También compraba iguanas en las orillas de la carretera antigua a Taxco, pasando Amacuzac y Huajintlán, donde las ofrecían vivas, colgadas de la cola, y asimismo armadillos. A veces iba especialmente a comprar una media docena para alguna celebración especial (que con mucha frecuencia incluía a mi madre, mitotera de la comida como yo). Ahora ya no las venden, pues está prohibido por ser una especie protegida, pero las ofrecían indebidamente ya cocinadas en las fondas del mismo rumbo. Las hacían, troceadas, en caldo colorado y era rico ponerle adentro pedacitos de tortilla recién echada a mano, rompiendo las más elementales reglas de la etiqueta. También las preparaban fritas, doraditas, y asimismo en mole.

Ya lo hemos dicho: un gobierno inteligente y propositivo no se limitaría a prohibir la caza y consumo de iguanas (y otras especies ya prohibidas), sino que implementaría en paralelo programas para incentivar los criaderos con fines recreativos (mascotas) y gastronómicos, así como para repoblar el entorno, liberando ejemplares.