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Francisco Moreno

Javier egresó de una escuela de diseño textil en la Ciudad de México. Su familia proviene de Chilapa y desde niño vive rodeado de telares, rebozos y materiales propios del oficio de tejedor. Se interesó en tener estudios profesionales para mejorar la producción familiar, y obtener mejores retribuciones por ella. Tanto destacó en su escuela, que recibió un reconocimiento por sus calificaciones, sin embargo, durante sus estudios nunca le enseñaron cómo comercializarlos, o cómo introducir sus nuevos diseños y piezas a un mercado comercial, que se encuentra inundado por modas locales y de otros países, faltas totalmente de calidad.

Javier intuyó que debía ofrecer su mercancía a terceros, y logró introducir sus productos en tiendas departamentales de bajo perfil, y en una de mayor prestigio, pero los precios que estas tiendas le ofrecieron por ellos no cubrían siquiera el costo de su producción, y menos aún el trabajo creativo impreso en cada pieza. Dos de estas tiendas incluso le ofrecieron exhibir su trabajo a consignación. El mundo se le cerró, pese a lo cual jamás pasó por su mente la idea de crear su propio negocio, y mejor optó por regresar a su pueblo y continuar realizando sus diseños siguiendo el mismo esquema que su familia ha empleado toda la vida. En consecuencia, sus ventas son pocas y Javier siente una enorme frustración profesional.

La historia de Berenice en algo se le parece. Ella es sumamente hábil con la guitarra. Sus amigos y familiares dicen que nació con grandes dotes para la música. A corta edad entró a la Escuela Superior de Música y con grandes esfuerzos su papá mantuvo su carrera de instrumentista. En su examen profesional interpretó una pieza de Manuel de Falla y un arreglo de música tradicional mexicana, y se recibió con honores y vítores familiares.

Tenía Berenice más de veinte años, pero aún vivía con su papá. No había día en que no pensara cómo ejercer sus conocimientos para ayudar a la economía familiar. Su visión del mercado era nula, y buscó formar parte de una orquesta del gobierno, pero la fila de aspirantes con experiencia era larga y la dejaron fuera antes siquiera de presentar su audición. Una tía la invitó a amenizar una fiesta de quinceaños y para ello reunió a otros cuatro compañeros para juntos armar una agrupación musical. Durante semanas ensayaron para estar listos y tocar en el evento. Les pagaron diez mil pesos, por lo que al final ella se llevó a casa solo dos mil. Aquella noche, un vacío en el estómago le provocó ansiedad y depresión. Berenice nunca imaginó que haría un trabajo de ese tipo, no porque fuera indigno o no le hubiera gustado, sino porque se había preparado para otra cosa, y tenía el talento para ser parte de una orquesta; además, la paga resultó nimia y en absoluto suficiente para cubrir sus necesidades y satisfacer sus afanes.

El caso de Lucas también vale comentarlo. Él quería ser artista, y aunque la Escuela Nacional de Escultura, Pintura y Grabado del INBA recibe cada año más de mil solicitudes para ingresar a sus aulas, y de estos aspirantes solo diez por ciento logra entrar, Lucas se hizo de un sitio para ingresar a La Esmeralda, lo cual lo hizo feliz y se llenó de sueños. Cuando terminó la licenciatura en Artes Plásticas y Visuales lo celebró con una importante exposición en la propia escuela, y sus habilidades para el grabado y la escultura parecían depararle muchos éxitos.  Sin una idea clara de cómo abordar a la élite de galerías tropezó con corredores de arte que ganaban más con la venta de sus obras que lo que él mismo percibía. Expuso en la casa de cultura de su colonia, y aunque la muestra fue emotiva y a ella asistieron muchos familiares y amigos, todas sus obras regresaron con él a casa. El mundo del arte le pareció entonces un grupo cerrado y lejano. No sabía cómo tasar su trabajo, ni cómo presentar un proyecto para poder concursar por una beca. Nunca nadie le enseñó a promover su obra y menos aún a relacionarse de manera digna y atinada en el mercado del arte. Hoy, Lucas es maestro en una escuela de iniciación artística. Sus sueños creativos derivaron en la docencia, lo cual, aunque no tiene nada malo, no es a lo que él aspiraba, y su talento creativo en mucho quedó en el olvido, incluso para él.

Es lamentable que la mayor parte de las escuelas e instituciones de enseñanza artística en México no incluyan materias, talleres o seminarios en los que instruyan sobre cómo abordar el mundo de las industrias creativas, cómo incursionar en el mercado cultural, o cómo enfrentar la jungla de la economía y a sus voraces tiranos. Nadie les ofrece a los jóvenes artistas una educación financiera.

Esta situación se repite una y otra vez, y en la montaña rusa de la sobrevivencia algunos atinan y corren con suerte, pero la mayoría no.

Una empresa cultural es una aventura que está a la mano, pero para emprenderla se deben tener los conocimientos correctos. ¿Cuántos de los creadores conocen lo que son los impuestos al valor agregado y sobre la renta, o qué es un régimen de actividad empresarial y profesional? Muy pocos saben lo que es una sociedad anónima o una para acciones simplificadas (SAS), esta última figura mercantil que se constituye en 24 horas de forma gratuita, por medios electrónicos y sin intervención de notarios o corredores públicos. ¿Cuántos egresados de carreras artísticas saben tasar el valor de su trabajo, suscribir un contrato comercial, sumar a su obra el valor creativo, elaborar un esquema de inversión, costos y utilidades, porcentajes de ganancias, créditos, acciones y socios capitalistas? Sin duda, muy pocos.

Una empresa mercantil básica en el sector cultural requiere dos elementos fundamentales: la creatividad subyacente en la obra o servicio y una idea clara de negocios. ¿Por qué no poner una tienda propia de venta de arte, de grabados y esculturas de pequeños formato?, ¿por qué no constituir una agencia de comercialización de productos artesanales elaborados por una cooperativa, o un despacho de diseño de textiles con ofertas únicas, o una plataforma de comercio electrónico que ofrezca música original para videos, juegos, obras de teatro, comerciales, cine?; ¿por qué no constituir una empresa propia de talleres de grabado, barro y cerámica?; ¿por qué no arriesgarse a tocar, con dignidad, las puertas de museos y galerías?; ¿por qué no desarrollar talleres privados de danza contemporánea para fomentar la salud física en grandes corporativos, ya no digamos para formar bailarines?; o ¿por qué no constituir una representación que diseñe coreografías para obras de teatro y movilidad escénica en musicales?.

Las respuestas a todas estas preguntas podrían generar una base sólida para que los creadores y artistas dejen a un lado la idea romántica de hacer todo por “amor al arte”. Estoy seguro que si recibieran una educación financiera básica empezarían a constituirse empresas culturales e industrias creativas exitosas. Al final hay que convencernos de que la creatividad no solo contribuye al desarrollo de la sociedad, sino también aporta ganancias al llamado producto interno bruto. Es decir, genera una economía doméstica saludable a partir de ideas, propuestas y creaciones.

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