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IGUANAS RANAS

(segunda parte)

 

En el Trapiche del Rosario -tierras veracruzanas donde está enterrado mi abuelo paterno- desde niño, de unos 12 años de edad, me prestaban una escopeta “de chimenea” para salir a tirar al monte (como allá le dicen al campo); esos artefactos de vetusta tecnología no usan cartuchos, sino que se cargan a mano: una medida de pólvora se vacía dentro del cañón y luego se le pone un taco (unas hebras de ixtle de reata desbaratada, hechas bolita) y se aprieta con la varilla que para ese efecto tiene adosada el cañón; luego se agrega una medida de municiones, cuyo calibre depende de la presa que se pretenda cazar, y se aprietan con otro taco; después se le pone el detonante –como minúsculo sombrerito- en la chimenea donde habrá de golpear el martillo que se libera al apretar el gatillo. Y ya está. En el Trapiche acondicionaban un cuerno de toro ahuecado y con una tapa a fin de guardar la pólvora y otro para las municiones; a veces los labraban, decorándolos. Para servir de medida se hacía una especie de cucharita con la punta de otro cuerno. Armado de esa manera cacé numerosas iguanas y pájaros, más nunca dejé de comerme lo que cazaba. Era -y es- una especie de código ético.

Otras cacerías juveniles de iguanas tenían lugar en la carretera de Acapulco hacia el aeropuerto, saliendo un poco del pavimento (donde ahora solo hay colonias y fraccionamientos). Allí también llegué a cazar pericos (no buscándolos, sino por casualidad) con quien sería la madre de mi hijo Eugenio y, para no relajar el espíritu y la ética deportivos, yo los guisaba y nos los comíamos. (Sobre los mismos temas gastronómicos, años después confesaría Verónica que uno de los principales motivos de nuestro divorcio fue que yo empezaba a cenar a las 9 y terminaba a la medianoche).

Un amigo de la infancia, Élfego Reina Grimaldi –excelente escultor autodidacta-, un día decidió agasajarme con unos tamales de iguana que me haría su esposa Eloísa, chiapaneca de Suchiate. Al efecto, ella pidió a su familia que le mandaran desde allá dos iguanas vivas, por ADO. Cuando llegó el envío, sucedió lo siguiente (según supe después): Eloísa les cortó la cabeza a los reptiles y los colocó sobre el fuego de su estufa, para tatemarlos y poderles quitar la piel con mayor facilidad. Los animales degollados se abrazaron y agarraron fuertemente a las hornillas, provocando el terror de la sencilla ama de casa, que no sabía de movimientos reflejos. Apagó la lumbre y ordenó a su hijo mayor que desatorara las iguanas y las tirara en un terreno baldío cercano. Esta historia me la contaron mis generosos anfitriones cuando fui a cenar a su casa, solo que la cena fueron unos deliciosos tamales de pollo al estilo chiapaneco (en hoja de plátano, con ciruelas pasas, aceitunas, huevo cocido y zanahorias picados, rajas de pimiento y por supuesto masa de maíz y salsa de chiles mulato, ancho y pasilla). Jamás volvió Eloísa a tratar de hacer tamales de iguana.

En Oaxaca me daba vuelo con estos animales, cuando no era ilegal su consumo. En Pinotepa Nacional todavía se comen iguanas en tamales, en pleno mercado, y también los hacen de mejillones, tradicional receta de los zapotecos de la costa. Más adelante, en Huatulco, las niñas también vendían, caminando por la playa, tamales de iguana y a veces contenían huevera, suculencia nada ambientalista.

No hace mucho, me toco ver a una señora que vendía diversas hierbas afuera del mercado principal de Tuxtla Gutiérrez, con su pequeño puesto en el pórtico exterior. Nos ofreció, de una cubeta que tenía atrás de sus demás mercancías, huevos frescos de iguana. Redondos, del tamaño de una canica…

Hace pocos años, en un recorrido por la región oaxaqueña del istmo de Tehuantepec -como parte de los trabajos para un libro sobre cocina de esa zona cuya coordinación me encargó el gobierno del estado-, visitamos comunidades indígenas zapotecas, huaves, mixes y zoques y en todas hubo muestras gastronómicas con tamales, moles y caldos de iguana.

En el istmeño Juchitán, en su fabuloso mercado, venden todos los días, en grandes palanganas, iguanas guisadas, al igual que armadillos y chachalacas (las de a de veras, las respetables, no las de la política, que las hay y de varios colores; y los críticos a veces superan, y con creces, a los criticados…).

No se debe andar platicando, da vergüenza, pero en Juchitán también hay a la vista, en temporada, huevos de tortuga en sus tres presentaciones: frescos, recién recolectados, muy suaves de textura y de sabor; de una semana, ya arrugados como ciruela pasa, con el sabor concentrado; y de tres días, obviamente con características intermedias a los dos anteriores. Quien ose comerlos no solo pesará en su conciencia, sino que podría pasar una larga temporada en la cárcel.

Dentro de las pocas frustraciones gastronómicas que tenía, estaba la de no haber podido comer el prehistórico ajolote, o axolotl, que es la salamandra en un estadio de metamorfosis anterior. En Xochimilco los hay, pero ya no está permitido su comercio ni su consumo, pues es una especie en peligro de extinción. También en algunas reducidas zonas lacustres de Tlaxcala acostumbraban comerlos, al igual que en Michoacán. Mis convicciones ambientalistas prevalecieron sobre mis descarriados apetitos. Además, desde el reciente Covid, se me quitaron las ganas de probar animales raros, como el murciélago, al que se acusa de ser el iniciador de la pandemia.