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Fue en la pandemia cuando revisité “Yo soy Betty, la fea” en su versión original: la colombiana de guion infalible, actuaciones bien dirigidas. Me sorprendió lo mal que había envejecido dicha telenovela, un cañonazo en la historia de la televisión en nuestro idioma. Los gritos de Armando, su violencia, la victimización y sometimiento de Beatriz Pinzón, los chistes misóginos, el clasismo normalizado en esa sátira gracias a la cual nuestras sociedades latinoamericanas se vieron reflejadas como lo que son: cómplices de un devenir histórico que perpetúa patriarcados de alta intensidad y estructuras sociales tan injustas como galvanizadas; me escandalizaron. No obstante, volví a caer en el embrujo de los largos diálogos que las series de Netflix de 2020 ya no ofrecían, en la puesta en escena de una trama inteligente, divertida, con personajes tan vivos en cuya exageración se asoma lo peor y lo mejor de nuestra condición humana. Indignada pero asombrada de nuevo, confirmé el poder de una historia bien contada, aunque el desenlace fuera la boda de siempre, el cuento de las hadas palomiteras que venden mucho y no incomodan en serio.

Ahora, con las gafas violetas en su sitio, es decir, con mirada feminista intraocular, me asomo a la secuela de Betty veinticinco años después. Y sí, no es lo mismo Los tres mosqueteros que… Con todo, hay excepciones. Nadie puede decir que la segunda parte de El padrino es mala. Complacida, celebro que la fórmula de la crítica social continúe fresca en esta nueva versión. Aplaudo la ridiculización de la niña rica con ínfulas de influencer y el hecho de que el personaje del diseñador gay, Hugo Lombardi, con toda la mala leche del mundo, se ría de los personajes y de los actores al mismo tiempo en esa orgía de botox que es la serie. Unos aparecen más arrugados que otros; unas más llenitas que otras luego de menopausias infernales o celestiales, lo cual no importa, es lo de menos porque la historia manda aún con los pellejos colgando.

Insisto: el guion no deja títere con cabeza, no perdona. Con destreza narrativa se cuida lo que se dice para no parecer políticamente incorrectos en esta década descafeinada que obliga a presentar decorados menos realistas, propuestas visuales tan coloridas como las de Pixar, pues los espectadores de series en las plataformas de este tiempo poseen ojos tan viciados que necesitan el estímulo chillante de colores escandalosos para calmar el apetito de lo que llamo el color después del color. De ahí que Ecomoda se vuelva turquesa, el suelo esté ajedrezado y transforme a los personajes en piezas de un juego donde danzan con intrigas, peleas, reconciliaciones, chismes, etc., todo ese coctel al que nos tenían acostumbrados, una dinámica cuyo mensaje es claro, la gente no cambia. No en balde Mario Calderón le dice a su viejo amigo, Don Armando: “Usted sigue siendo el mismo perro canequero de siempre”.

Es verdad, por eso la feminista de mis adentros sonríe. Por desgracia, las mujeres sometidas tampoco avanzan. Como si no fuera suficiente con tener que lidiar con un marido o exesposo infiel, macho latino, todo un “tumbalocas” de cuello blanco, Betty debe afrontar el rechazo de su hija, una joven mimada que se avergüenza de ella, que no la soporta, que la discrimina. Otra vez la matriz de raza, sexo, género con sus consabidas intersecciones que señaló la argentina María Lugones, se hace presente. Así que la fea no es sólo horrible en el imaginario clasista colombiano, es decir, lo que se conoce como “naca” en México, sino que es pordebajeada por su única hija que ni siquiera la reconoce, que no le dice “mamá”, que la violenta como su padre ha hecho desde los gritos y la seducción del amor romántico con la cual manipula a la fea como una muñeca incapaz de mandarlos a todos al diablo de una vez y para siempre, de empoderarse, de zafarse del buenismo estúpido judeocristiano no por la buena, sino por la mala para no se les ocurra seguir lastimando a la feíta que se autonombra como tal, a la madre abnegada y aguantadora sobre la que puede pasar otra mujer más joven, carne de su carne, sangre de su sangre, nada más porque es su hija y ya. Eso cabrea. Enojada sigo viendo la serie, riéndome con las líneas ingeniosas, conmoviéndome con los celos de una Betty transformada en una Hera furiosa, quizá lo mejor de esta mujer entrada en años que trata de hacerse valer, de emanciparse porque no conozco a una señora en verdad inteligente, con lo económico resuelto, que después de los cincuenta viva con un hombre, mucho menos con el mismo que le ha jodido la vida, que le agrió la juventud.

Para triunfar de veras, esta serie debería hacer pedazos los arquetipos patriarcales de siempre. Hablo de vencer a la pesadilla del eterno retorno, a la maldición de la serpiente que se muerde la cola, a todo eso que, mandamiento psicoanalítico, “si no se resuelve, se repite”. Por ende, una Betty hermosa, dueña de sí misma, pondría de patitas en la calle al Armando ahora rabo verde, le daría un cheque mensual para no esté molestando y lo mandaría con sus chicas a vivir a la vida en grande (a ver si una le cambia el pañal de anciano) alejado de nuestra protagonista tan querida por el mundo entero. A la hija nefasta, una Betty bonita la ignoraría, le enseñaría a respetar y respetarse vía la indiferencia con un nomeimportaenverdadloquehagascontuvida, en vez de estarle llorando a la chamaca viciosa, desubicada que martiriza a la madre cuyo desvalimiento aprendido es lo que la afea.

Es esa fealdad, la de la víctima, lo que durante más de veinte años nos ha hechizado provocándonos lástima y ternura. Una indefensión con la que millones de mujeres se han identificado porque también han sido abusadas, explotadas, utilizadas por padres, jefes, maridos, vecinos, amigos, hijos. Es la fealdad de la mujer incapaz de embellecerse con el feminismo. La fealdad que no se quita por más que te vistas de seda, por más dinero, cargos, éxitos o por más sueños que logres del tipo “se casaron y vivieron felices para siempre con sus hijitos y sus perros”. Pues si algo tiene de bueno esta segunda entrega del culebrón colombiano es que nos escupe la verdad de esa belleza todavía inaccesible: la de las mujeres que dicen que no, que no se dejan pisotear o expoliar por nadie, que no desean tener pareja a toda costa, que no se sienten mal y excluidas del mundo si “nadie las quiere”, esa fealdad de las debiluchas de espíritu que se dejan vencer por pasiones tristes y deseos inútiles, por ejemplo, conseguir que “alguien te ame romántica, incondicionalmente, que entregue su vida por ti”, patrañas. Hablo de la belleza de las fuertes, las que se ponen primero ellas antes que sus hijos tiranos o el dizque amor de una vida que no valió la pena ser vivida si hay que erotizar las heridas, con poesía buena o mala, que durante toda esa misma vida el macho de siempre sigue abriendo. La belleza de Beatriz Pizón Solano, la única posible, es la de su libertad.

 

*Escritora