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Tres bares y un fin de carnaval de un artista aragonés

 

A Rogelio Olmedo sus remembranzas lo llevaron a una vivencia no agradable pero necesaria, en un bar que recuerda no por su limpieza y oscuridad, sino por su cantinero, sus precios y algunos insectos.

Ese lugar se llamaba El Patio y quedaba en la Plaza del Carbón, en Zaragoza; era atendido por un hombre mayor que solo se comunicaba con señas, pues aunque no era mudo, simplemente no le gustaba hablar. Rogelio nunca conoció su voz. Ese hombre tenía la extraña costumbre de cobrar escribiendo de puño y letra sobre un papel la cuenta. Ahí fue donde bebió sus primeros tragos ese joven preparatoriano de apenas 17 años, y a pesar de los años no puede olvidar las cucarachas asiduas visitantes de El Patio. Eran tan familiares que algunas de ellas hasta nombre tenían. Rogelio comenta sin pena al traerlo a su memoria: “ni modo, en esos tiempos no había otra cantina que estuviera al alcance de los bolsillos de un estudiante”. Hace tiempo volvió al Patio y al verlo pensó, qué atrevido puede ser uno de joven.

Sus pensamientos tabernarios condujeron a Rogelio Olmedo a un lugar totalmente distinto, cuando como estudiante, ahora de Diseño Industrial en la Escola Massana de Barcelona, descubrió un bar que, según su dicho, era ilegal. El Mars estaba localizado en la calle Moncada, en el corazón del Barrio Chino de las famosas ramblas de la ciudad condal. A ese lugar sólo se permitía la entrada al que sabía cómo tocar la puerta, ya que si lo hacías produciendo un sonido equivocado no te abrían, y una voz desde dentro gritaba, “no hi pot entrar”, y en perfecto castellano decía, ¡vaya usted por culo a otra parte!

Rogelio y sus compañeros lo sabían, y tocaban la puerta con el tono preciso, lo que les abría la entrada a ese sitio fantástico. Roge recuerda tres características que lo distinguía de otros bares. Los habituales clientes eran unos melómanos conocedores a fondo de la gran música que se escuchaba, era de una gran calidad y delicadamente seleccionada por ellos, podía ser de Charlie Parker, Duke Ellington, Oscar Peterson y muchos más clásicos del jazz y el blues, o bien, te podías sorprender con ritmos africanos, árabes, brasileños o cubanos.

El segundo apunte narrado se refiere al laberinto alucinante que te llevaba al baño: para llegar había que bajar una escalera, luego caminar por unos pasillos para llegar a otra escalera que bajaba y que te conducía a un pasillo que llevaba a otra escalera, ahora para subir algunos escalones; ese recorrido era como estar dentro de un cuadro pintado por Escher, desesperado antes de al fin encontrar el tan anhelado sanitario, sobre todo después de lo bebido.

El otro toque emblemático de esa taberna lo daba la iluminación, que te llevaba a un tiempo sensual del pasado; la única luz y ninguna otra en todos los espacios del bar era producida por la cera de velas amarillas. En ese lugar fue donde un futuro gran escultor y pintor aprendió a beber entre buena música y las flamas intermitentes que alumbraban sus tragos. Algunos paraísos desaparecen, El Mars ya no existe.

El tercer sitio memorable es un bar donde la costumbre es dejar al libre albedrío la forma en que los clientes cubrirán su cuenta—asunto que debería estar patentado y merecer algunas estrellas Michelin. La Gavina fue el primer sitio que Rogelio descubrió, hace 18 años, a su llegada a Palma de Mallorca, isla donde vive y produce su obra plástica desde ese tiempo. Ese bar situado junto al mar recibía a sus parroquianos desde las seis y media de la mañana; la mayoría eran obreros, albañiles, es decir gente que pasaba a comer algo antes de iniciar sus labores. La forma de desayunar era de verdad fuerte; pensando en la larga jornada laboral, en ese sitio se servían enérgicos desayunos, por ejemplo, una ración de callos, de albóndigas, sepias cocinadas, algunas veces se pedían unas tostadas de pan casero con sobrasada u otro embutido.

Esos platillos se acompañaban de cerveza, y al terminar no faltaba un carajillo, dejando junto a la taza de café la botella del licor preferido del comensal, y este podía ser anís, brandy o algunos preferían el ron. Aquí se produce la maravilla de La Gavina: la persona preparaba su carajillo a su aire, como dicen en España, es decir le ponía la cantidad de licor que deseara, tomando en ocasiones más de un café, algunas ocasiones por necesidad dada la fuerte resaca a cuestas, o por simple gusto. Algunas mañanas, sin café, se le daba un poco más de viaje a la botella. Los parroquianos se servían las cantidades que les apetecía, y al pagar la cuenta de lo bebido, el comensal ponía sobre la mesa el pago que pensaba era lo justo, sin que la dueña del lugar o el mesero intervinieran en absoluto en el acto de cubrir la cuenta. Es decir, en ese bar frente al Mediterráneo, donde según cuenta Rogelio el sol aparece en las mañanas de forma perpendicular y se refleja en vasos y mesas, la confianza a ciegas mantenida por décadas de los propietarios hacia sus clientes amerita por sí sola esta crónica, trasmitida de viva voz por mi amigo Rogelio Olmedo.

La memoria, a la que a menudo le gusta jugar con nosotros cuando tocamos a su puerta, llevó a nuestro narrador a una caminata con su amigo Raúl. Después de una larga jornada de marcha que habían hecho valientemente bajo un frío del demonio, que llegaba a varios grados bajo cero, en un febrero, llegaron a la calle del Caballo en pleno Barrio Chino de Zaragoza -así se le llama en España a lo que nosotros en México conocemos como la Zona Roja. En esas calles llenas de lugares que, en los tiempos de mediados de los ochenta, cuando ambos tenían 19 años, estaba poblado de putas, y que el trapicheo de drogas duras era común, llegaron a su destino, a La Farándula, un lugar que habían visitado algunas veces, siempre en momentos de alta receptividad y poca memoria.

Rogelio lo describe en su crónica con la precisión de un gran director de escena:” La Farándula era un piso, no era un local a calle, aquel era un piso que de forma misteriosa se comunicaba por varias escaleras y estaba compartimentado en habitaciones; su escenografía era como de un antro del oeste, donde colgaban cortinas muy pesadas de colores, cuadros grandes, luz mortecina dada por esas bombillas de 40 vatios… todo el lugar tenía un aire del siglo XIX. En ese prostíbulo uno se sentaba en viejos sillones, lo habitual en la Farándula era ir a cenar en las madrugadas, a altas horas de la noche, y ahí tomar las últimas copas de la juerga. Los clientes eran atendidos por las propias putas o travestis, quienes servían la especialidad y único platillo, un plato poderoso: fabada con sus alubias, chorizo, morcilla y panceta, que se acompañaba también con algo fuerte, como un cubata o un whisky con hielo, lo que animaba la plática entre todos, incluso con desconocidos que llegaban a terminar ahí su borrachera”.

La historia de esa noche de carnaval en Zaragoza la cierra un broche de oro: el vestuario de nuestros protagonistas. Toma en primer plano a Raúl, quien era un muchacho fuerte, barbón y de pelo largo vestido como el genio de la lámpara de Aladino, con un chalequillo que dejaba el ombligo al aire (y que soportó estoicamente el frío todo ese día), unas babuchas como pantalones, calzando unas alpargatas a las que había colocado unos cucuruchos de cartón para semejar unas sandalias árabes. A su lado, en el mismo plano, Rogelio va vistiendo un traje de luces completo, un traje real de torero, no de utilería, que alguien le había regalado y que le quedaba impecable. Qué mejor escena de estas travesías que imaginar la estampa de esos jóvenes bebiendo en La Farándula las últimas copas del carnaval, vestidos de gala. Ahí empezaron su larga vida de vagancia placentera que afortunadamente no han abandonado.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad. (elbiologony@gmail.com)

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Pintura de Rogelio Olmedo protagonista de esta vagancia / Cortesía del autor