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Por Raúl Silva de la Mora*

La última casa de Mingus es una casa que Martín Cinzano construyó para olvidarse de las fronteras, sobre todo aquellas que se proponen levantar un inmenso muro entre la realidad y la ficción. Toda la realidad es ficción. Toda la ficción es realidad. Si partimos de esas certezas, la imaginación dejará de ser sospechosa y la mentira, como consecuencia, carecerá de sentido. A fin de cuentas, la literatura es como el mundo de los sueños, un inmenso limbo donde aguardamos el juicio final, desnudando el alma.

​Martín Cinzano es un ser que cambia de nombre como de país, lo cual le convierte en un genuino terrícola. Pero, sobre todo, es uno de esos contadores de historias que no se anda fijando en qué es verdad y qué es mentira. Si algo le preocupa en este mundo, y está por verse que algo le preocupe, es amenizar la fiesta que consiste en estar vivos. Así nomas. En esa fiesta, a unas les toca traer el baile o las viandas, a otros el vino y las botanas, a aquellas y aquellos las carcajadas y los comentarios que le dan sentido a todo. Martin Cinzano es de los que llegan con un costal de historias y gustoso las desparrama en el centro del convite, justo al lado de la fogata.

​En La última casa de Mingus, Cinzano construye con materiales sólidos, como la poesía y el sentido del humor, once habitaciones propias. Digo esto, claro, evocando esa otra casa que Virginia Woolf erigió con A room of one´s own (Una habitación propia), donde dejó muy en claro lo nefastas que son las fronteras, en este caso las fronteras que marginan a las mujeres. Valerse del sentido del humor y de la poesía es un recurso que convierte a esta casa en un territorio donde la reflexión se vuelve más efectiva, porque no solo se trata de pasarla bien en este convite, sino de hurgar en este mundo libre de realidad y ficción, para caer en la cuenta de que no todo fluye viento en popa. 

Nuestro destino humano es desaparecer, está clarísimo, y en ese trayecto la amargura, los sinsabores y las adversidades tienen el don de potenciar las buenaventuras. La última casa de Mingus es un muestrario de aventuras ácidas y dulces, bitácora de un poeta que abandonó la incertidumbre sudamericana para desplazarse por la incertidumbre de este México lindo y qué herido.

Otro material que vuelve sólido a este edificio de Cinzano es el absurdo. De hecho esa es la batuta que le da un sentido de armonía y cadencia, simple y sencillamente porque no se puede borrar a la realidad y a la fantasía sin meter una cuña de acero. El mundo de lo absurdo es una vereda muy adecuada para la metáfora, esa especie de hechicería que hace de lo ambiguo un poderoso artefacto.

Viéndolo de otra manera, las once habitaciones de este inmueble (dicho esto sin el menor propósito de ningunear, sino más bien dejando en claro el poderío de sus andamios interiores) son un Tratado. Es una exageración, lo admito, pero no me la he sacado de la manga. A las pruebas me remito, compartiendo una de las tantas descripciones de esa obra sublime que es el Tractatus Logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein: “una obra que traza los límites del significado, separando lo que puede decirse y lo que no puede decirse”. Claro, aquí ya estoy metiéndome en camisa de once varos.

La metáfora, lo absurdo, la poesía, el sentido del humor y una prosa que se desplaza con singular destreza por el ensayo, la reflexión social y política, los márgenes de los suburbios y el relato satírico, entre otros materiales, convierten a La última casa de Mingus en un libro que lanza su grito sin vociferar. Leerlo en compañía de la obra completa de Charles Mingus es una delicia. Hacerlo en Cuernavaca es una bella metáfora. 

Creo que es pertinente compartir un fragmento de esta vivienda (que pueden adquirir en La Bigotona):

 

Aconsejado por el saxofonista Gerry Mulligan, en el verano de 1978 Charles Mingus se fue a pasar sus últimos días a la “Casa Verde” de Cuernavaca. Y yo, aconsejado por el arrojo (o la insensatez) de la juventud, lo seguí. En ese tiempo para mí Cuernavaca era sólo un nombre más dentro de ese vasto y desconocido territorio que se extendía hacia el sur de la Unión Americana, y bien podría haberlo localizado en las cercanías de Tijuana o Veracruz, lo mismo daba. Francamente, una de las pocas cosas que en 1978 sabía yo, un joven negro de veintidós años a quien el futuro poco le importaba, era que me gustaba el jazz y, en particular, el jazz que hacía Mingus. Así que cuando me enteré de que se había largado a México (en el pequeño mundo del jazz las noticias corren veloces como un solo de Cecil Taylor), me dije por qué no, y con mis pocas cosas y casi sin un dólar me dispuse a seguir su pista desde Los Ángeles, California, hasta su destino final (“La última casa de Mingus”). 

 

Y, ahora sí para concluir, comparto esta ficha cuasi policíaca de Martín Cinzano

(Guayaquil, 1977). Autor del libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la novela En pana. Co-edita la maravillosa revista cartonera PUF! con la poeta Draupadí de Mora, muy cerca de donde Mingus se despidió de este planeta. 

 

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*Raúl Silva de la Mora escribe, produce radio y traduce literatura. Colabora para Radio Bilingüe de Estados Unidos y forma parte del colectivo que está tejiendo la primera radio comunitaria de Cuernavaca: Campo Ciudad.

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