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Hace unos días el arte latinoamericano se volvió a cubrir de duelo por la muerte del gran antioqueño Fernando Botero.

Nacido el 19 de abril de 1932 en Medellín, Colombia, Botero supo estampar su forma de mirar el mundo de una manera única. Conocido mundialmente por lo característico de su obra llena de volúmenes exagerados que hacían resaltar sus personajes. Incluso pintaba voluminosos a los esqueletos, como se constata en “La Muerte tocando la Guitarra” que se puede consultar en línea en el Museo Botero y de donde tomamos la mayoría de las imágenes que acompañan este texto.

La pintura, explicaba el creador, “debe tener volumen y espacio”. Según una entrevista publicada en 2014 en el diario español “El Mundo”, descubrió su particular estilo a mediados del siglo pasado, al pintar una mandolina. Gracias a ese instrumento -bastante más combo que las guitarras, por cierto- descubrió «una nueva dimensión que era como más volumétrica, más monumental, más extravagante, más extrema». “Si pinto una mujer, un hombre, un perro o un caballo, lo hago con volumen. No es que yo tenga una obsesión con las mujeres gordas”, aclaraba.

Al transgredir las concepciones tradicionales del arte se pudo expresar con libertad: “tomé un camino aparte, casi opuesto a la mayoría de los otros artistas. No soy cubista, impresionista, surrealista, expresionista. Soy lo que soy”. Botero se explicaba a sí mismo separando los conceptos de “gordura” y “volumen”. Los personajes que creaba, tanto en el lienzo como en sus esculturas, no eran gordos, sino voluminosos y dotados de grandeza.

La estética Botero fue su sello y lo hizo universalmente reconocible. Ya desde la década de los cincuenta se alejó tanto de la concepción tradicional de lo estético -y de la caricatura que podría sugerir su obra al observador casual- con la maestría de un artista consumado. Y con su arte impulsó con un nuevo aire a todo el arte de América Latina.

La fantasía de este gran creador nació en Colombia, pero reflejaba las inquietudes y anhelos de todo el subcontinente, como se aprecia en algunas de sus pinturas: un grupo de guerrilleros dormidos, un montón de obispos muertos (¿o también dormidos?), una familia presidencial o a una pareja bailando en un salón como los que abundan en toda Latinoamérica. Botero utilizó su arte para abordar cuestiones sociales y políticas de su región, incluyendo la desigualdad, la opresión y la corrupción. La crítica a la violencia y los conflictos también encontró lugar en su producción.

Su maestría no se limitó a la pintura, sus esculturas son, necesariamente, impresionantes y sumamente cotizadas; recreó grandes obras de arte -es muy conocida, por ejemplo, su versión de la Mona Lisa o sus homenajes a la obra de Picasso.

La muerte encontró al maestro el 15 de septiembre, a los 91 años, siendo ya uno de los creadores más importantes y mejor cotizados del mundo. Su hija Lina tuvo el penoso deber de dar la noticia de que el mundo, Latinoamérica y Colombia habían perdido a un creador cuyo legado, como sus obras, es grandioso y monumental.