loader image

 

En una imagen que difundió ayer la Coordinación Estatal para la Construcción de la Paz aparecen tres individuos identificados como Gabriel “N”, Yair “N” e Isidro “N”, debajo de estas personas cuyos ojos han sido bloqueados por respectivas barras negras, aparecen también las imágenes de un arma larga con su cargador, una pistola, una camioneta azul y copiosas municiones, antes de la barra de logotipos de las instituciones que conforman la Coordinación” aparece la consabida leyenda “se presumen inocentes, mientras no se declare su responsabilidad por autoridad judicial. Art. 13 CNPP”.

La presunción de inocencia es uno de los pilares del tan bocabajeado -por lo menos en Morelos- estado de derecho, pero es preocupante saber que esos tres personajes fotografiados sean el Director de Licencias de Funcionamiento, el Director de Obras y el Presidente Municipal de Tlaltizapán.

Y, así como se presume la inocencia de los sospechosos de por lo menos una infracción a la Ley de Armas de Fuego y Explosivos, también se puede recurrir a la imaginación para tratar de concebir por qué tres funcionarios de alto nivel municipal se andarían paseando fuera de su municipio -los detuvieron en las inmediaciones del Lago de Tequesquitengo, en Jojutla- con un arsenal y sin apoyo de la fuerza pública. Por lo menos hay algo cierto, si se les arrestó significa que no pudieron aportar alguna explicación convincente de sus actos.

La información que se ha difundido sobre el presidente municipal desde que ganó la alcaldía en 2021 como militante de Morena, ya da mucho de qué hablar: agresiones físicas a una reportera, investigaciones abiertas por presuntos desvíos de recursos y hasta conducir en estado de ebriedad portando armas de fuego, figuran en la lista.

Quizá el presidente municipal estaba explorando alguna alternativa laboral tras perder la reelección a la que lo postuló el mismo partido, por lo que cabría cuestionar los métodos de designación de los candidatos y también, cómo es que se le permitió seguir en el encargo.

No está de más recordar lo que señaló el último Índice Global de Crimen Organizado -esfuerzo multianual que se desarrolla en los 193 Estados miembros de la ONU por la Global Initiative Against Trasnational Organized Crime (GIATOC)- y que identificó a nuestro país como una nación de alta criminalidad y baja resilencia a las actividades ilícitas.

De acuerdo al estudio, el “nivel de criminalidad” de cada nación se mide por la presencia de mercado criminal (con qué materia hacen sus negocios los criminales) y los “actores criminales” (quiénes intervienen en la ejecución de actos considerados criminales); en contraparte, se considera la resiliencia de las naciones, conformada ésta por diversos factores como, por ejemplo, gobernanza, transparencia gubernamental, política y leyes nacionales, cuerpos de seguridad, sistema judicial, apoyo a víctimas y testigos, y acciones preventivas y, desde luego, ambos elementos está íntimamente ligados.

Si bien la participación del Estado en la criminalidad es un fenómeno profundamente arraigado en todo el mundo “los funcionarios estatales y las redes clientelistas que tienen influencia sobre las autoridades estatales son los intermediarios más dominantes del crimen organizado, en lugar de los líderes de los cárteles o los jefes de la mafia, como se pensaba” es una de las asombrosas conclusiones del estudio.

Salvando la presunción de inocencia a la que todos tenemos derechos, se puede inferir que lo que pasó ayer podría ser materia de estudio de la GIATOC.