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En la semana se dio la noticia de que la Universidad Autónoma del Estado de Morelos se decidió a nombrar a una mujer en su rectoría. Aún no se sabe su nombre, pero en la terna de la que se elegirá a la próxima rectora solo figuran mujeres.

A nivel nacional existe igualmente la posibilidad de que la presidencia de la República sea ocupada también por una mujer, y el Instituto Nacional Electoral puso de cabeza a los partidos al exigirles que en las nueve candidaturas a los gobiernos estatales que se definirán el próximo año, por lo menos en cinco de ellas figuren, precisamente, mujeres.

Nuestro país parece atravesar por una buena época para la lucha por la equidad de género, esa que busca poner fin a la discriminación y la desigualdad basada simplemente en el sexo de las personas. Ya aceptamos que la participación de las mujeres en la política es esencial para una democracia efectiva; que en sociedades modernas es importante que las instituciones políticas y gubernamentales reflejen la diversidad de la población; que las mujeres estén representadas en cargos de liderazgo y en posiciones de toma de decisiones es fundamental para abordar las necesidades y preocupaciones de la mitad de la población.

Parece ser que la mayoría ya asume como una realidad incuestionable que la importancia de la mujer en las sociedades modernas debe reflejarse en su participación activa en todos los aspectos de la vida social y política, y que su empoderamiento, representación y reconocimiento son esenciales para lograr una sociedad más justa, equitativa y democrática.

Entonces ¿por qué el Banco Estatal de Datos e Información sobre Casos de Violencia contra Mujeres (Banesvim), alimentado por las instancias gubernamentales con información oficial -que, como sabemos, siempre refleja una cantidad mucho menor de la realidad- reporta que por lo menos un millón 700 mil mujeres en México buscaron ayuda en alguna instancia después de sufrir algún tipo de violencia?

Cabe señalar que los datos del Banesvim se actualizan constantemente y que desde que se creó en 2007 gracias a la Ley de Acceso a una Vida Libre de Violencia, se han ido sumando a él, lentamente, todas las instancias estatales y de gobierno. Morelos, por ejemplo, se tuvo que integrar hasta que se declararon varios de sus municipios en la Alerta de Violencia de Género, en 2015, por lo que la cifra citada en el párrafo anterior resulta ser meramente representativa, pero aun así es bastante elocuente: en ese periodo por lo menos en México se ha violentado a un número de personas cercano a la población total de nuestro estado.

Tan solo en Morelos, desde que aporta datos al Banco, se han emitido 16 mil 271 órdenes de protección en favor de mujeres cuyas vidas se encontraban en peligro; se han recibido 45 mil 731 denuncias y, en más de 43 de ellas, se asentó que las mujeres fueron agredidas directamente por un hombre.

Desde luego, la violencia es un factor constante en México y en Morelos, pero los casos que caen en el ámbito de Banesvim se refieren exclusivamente a los de mujeres agredidas y lo trágico de la información es que el 70 por ciento de ellas sufrieron ataques por parte de un familiar directo.

Lo anterior simplemente indica que a pesar de los logros tan evidentes que estamos alcanzando como sociedad por el empoderamiento real de las mujeres en la vida nacional, culturalmente nos falta aún largo trecho que recorrer, un camino de reeducación social que debe empezar en los hogares mexicanos.