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2. Los documentos secretos de Mar-A-Lago

Rafael Segovia*

Una transición

En al artículo anterior vimos cómo el rechazo de los resultados electorales de 2020 y los múltiples intentos por revertir estos resultados llevados desde la Casa Blanca generaron una ola de descontento popular por parte de los seguidores de Donald Trump – generalmente identificados con una extrema derecha religiosa y racista – que culminó en la insurrección del 6 de enero de 2021. Dijimos también que pocos días después se había constituido un Gran Jurado comisionado por el Departamento de Justicia para investigar y judicializar si fuera el caso a los presuntos responsables directos e indirectos de estos sucesos.

Mientras se iba constituyendo un expediente acusatorio sobre el asalto al Capitolio, y tras las dos mociones infructuosas del Congreso para destituir a Trump mediante un impeachment, Trump se negó a realizar una transición ordenada, y prefirió entre otras cosas dejar la casa Blanca anticipadamente para no recibir al nuevo inquilino. Y para no entregar la casa completa, reunió una enorme cantidad de documentos (probablemente más de 150 cajas de archivo) que envió a su residencia de Mar-A-Lago antes de abandonar la Casa Blanca.

La normatividad gubernamental de los EE UU establece que los documentos de trabajo de la presidencia y otras instancias de gobierno son propiedad federal y deben ser reintegrados en el momento de cesar en sus funciones cualquier funcionario, incluyendo, claro está el propio presidente. Sin embargo, Trump hizo caso omiso de estas disposiciones, por lo que la Administración Nacional de Archivos y Registros (NARA) reclamó la devolución de los documentos sustraídos por el expresidente, ya desde mayo de 2021. En julio de 2021, Trump alardeó en público tener en su poder y mostró a sus invitados en Bedminster un documento secreto sobre Irán; también lo hizo con otro documento militar marcado como «TOP SECRET//NOFORN» que estuvo en su poder hasta el 17 de enero de 2022, cuando finalmente le fue reclamado por vía judicial.

Al cabo de varias gestiones, en enero de 2022, NARA recuperó de Mar-A-Lago 15 cajas de documentos, obsequios y otros objetos de propiedad gubernamental que le deberían haber sido transferidas desde la Casa Blanca al final del mandato de Trump. Las cajas incluían documentos de la CIA, el FBI y la Agencia de Seguridad Nacional sobre una variedad de temas de interés para la seguridad nacional. Archivistas y agentes federales determinaron que 184 documentos únicos (con un total de 700 páginas) tenían marcas de clasificación, de los cuales 25 documentos estaban marcados como «ultrasecretos», 92 «secretos» y 67 «confidenciales». Este material incluía:

  • Información confidencial de seguridad nacional, incluyendo las cartas que Trump había intercambiado con el presidente de Corea del norte Kim-Jong-un, consideradas también como propiedad del gobierno;
  • Documentos regidos por programas de acceso especial (SAP), un tipo de protocolo reservado para operaciones estadounidenses extremadamente sensibles realizadas en el extranjero, destinado a limitar el acceso a la información;
  • Documentos marcados con siglas de diversas marcas de confidencialidad como «HCS, FISA, ORCON, NOFORN y SI», cuya exhibición a terceras partes externas al gobierno podía representar riesgos de seguridad nacional.

El gato y el ratón

Muy pronto, NARA pudo darse cuenta de que aún no tenía en sus manos la mayoría de los documentos secuestrados. En efecto, tras la recuperación de los primeros documentos, Trump había declarado formalmente que se había hecho entrega de todo lo solicitado por NARA; sin embargo, la institución detectó que había grandes cantidades de documentos clasificados y que las cajas estaban desordenadas. Así pues, solicitó al Departamento de Justicia que iniciara una investigación, lo cual llevó nuevamente a establecer un Gran Jurado, que tras confirmar que aún quedaban cientos de documentos en poder de Trump, y tras múltiples excusas y temporizaciones por parte del indiciado y sus abogados, dio la luz verde para un cateo realizado por el FBI.

Entretanto, Trump, en previsión de esa medida, que parecía inminente, había ordenado retirar un centenar de cajas de su almacén y colocarlas en un baño y un salón de baile en un ala alejada de la propiedad. No obstante, tras la visita del FBI a Mar-A-Lago, el expresidente protestó vehementemente en los medios de comunicación, alegando haber sido víctima de un abuso legaloide “por parte del gobierno de Joe Biden”. En ese momento, las masas de fanáticos adoradores de Trump, a pesar de haberse iniciado los juicios en contra de los agitadores del Capitolio, estaban aún en pie de guerra y este clamor de Trump provocó una fuerte reacción mediática y en redes sociales.

Para agravar el caso, unas semanas más tarde, dado que el FBI seguía teniendo sospechas de que aún quedaban documentos por recuperar, solicitó mediante orden judicial que se le entregaran las memorias de grabación del sistema de seguridad del inmueble. Trump mandó entonces borrar o destruir dichas memorias, pero el encargado de seguridad se negó a hacerlo, con lo que las maniobras de ocultación de los documentos salieron a la luz, además del intento de destrucción de las cintas, que constituía un crimen en sí mismo.

Los motivos del delito

Es bien sabido que un juzgador, o un detective, para determinar la culpabilidad de un acusado, suele apoyarse de manera importante en la motivación para cometer el crimen. En el caso de los documentos de Mar-A-Lago este método de esclarecimiento parece enfrentarse a un enigma teñido de irracionalidad: ¿qué podía buscar Trump cuando usaba esos documentos secretos? Atendiendo al historial de las diversas exhibiciones que hizo de ellos, parecería que sólo lo hacía para presumir de tener información privilegiada ante los participantes en una fiesta, sus empleados (de preferencia femeninos) o sus amigos, o para ganarse la amistad de un visitante internacional como fue en su momento (cuando Trump era aún presidente) el primer ministro japonés, Shinzo Abe, a quien, según testigos, mostró indebidamente documentos militares secretos durante una visita del mandatario que coincidió con un lanzamiento de misiles norcoreanos.

Más adelante, cuando ya no era presidente ni tenía autorización para tener en su posesión documentos clasificados, mostró varias veces documentos sensibles a personas con las que casualmente departía, a sus empleados o a invitados especiales, como el multimillonario hombre de negocios australiano, Anthony Pratt, a quien supuestamente reveló detalles sobre las capacidades bélicas de los submarinos atómicos norteamericanos, y Pratt tuvo a bien comentar esa información con… ¡45 personas más!… entre las cuales había periodistas, funcionarios de gobierno y tres exministros.

Fue un secreto a voces, además, que en la residencia los documentos no estaban resguardados correctamente. Estuvieron en sótanos, habitaciones, un salón de fiestas, baños y pasillos. Fueron desplazados desordenadamente varias veces. Grave imprudencia, ya que la residencia-club recibía cientos de visitantes constantemente. Así que el último episodio chusco de esta historia es que una huésped de Mar-A-Lago, que departió durante días con Trump, su hijo y varios de sus amigos cercanos, y que se paseó libremente por la propiedad, resultó haber usado una identidad falsa, haciéndose pasar por una heredera del clan Rotschild, cuando en realidad era una chica modesta, Ucraniana de lengua rusa que, a decir suyo, pretendía acercarse a esas gentes para buscar oportunidades de negocio, pero no se sabe aún muy bien si no era una espía. De igual forma pudo haber muchos otros visitantes indiscretos e interesados.

Para cerrar con broche de oro la descripción de los hechos, cuando ya era inminente el cateo del FBI a la propiedad de Trump, éste salió con su familia en un avión “rumbo al norte” llevándose varias cajas de documentos que tal vez desaparecieron para siempre.

Más allá de estos hechos, la motivación del expresidente para haberse apropiado de los documentos secretos podía ser la del adorno de su persona, una forma de darse importancia tras haber perdido su calidad egregia de presidente; o podía ser el sentirse en posesión de un cierto poder de injerencia o de control en los asuntos de estado, gracias a su manejo de la información gubernamental; o, más perversamente aún, tal vez tuvo intenciones de utilizar esos documentos para presionar, chantajear o corromper al gobierno de su sucesor. Cualquiera que fuera el verdadero motivo, y sean cuales sean sus consecuencias al final, ciertamente el episodio tuvo clara semejanza con un embrollo de película cómica escrita por los hermanos Marx, pero no deja de ser realmente inquietante.

El juicio: Complicidades y traiciones

Con todo este arsenal de pruebas, el Gran Jurado había ya encargado al mismo fiscal que estaba al frente de la investigación sobre el asalto al Capitolio y la interferencia en las elecciones, Jack Smith, que iniciara un proceso judicial penal sobre los documentos de Mar-A-lago. Este fiscal, que ha demostrado gran profesionalismo y eficiencia en los dos juicios que ha emprendido contra Trump, constituyó un expediente masivo, basándose en la legislación anti espionaje de los Estados Unidos, que suma 37 cargos criminales.

El juicio fue presentado ante la corte del estado de Florida, que comisionó por sorteo para encargarse de éste a una jueza principiante, mal calificada en su barra y que había sido nombrada por Trump. Esta magistrada, Aileen Mercedes Canon, de origen colombiano, parece estar enteramente dispuesta a darle todas las facilidades a Trump y probablemente exonerarlo. Pero se está enfrentando a un procurador muy aguerrido (Jack Smith) y a un distrito judicial que ya la ha reprendido varias veces. Sin embargo, gracias a su “simpatía” Trump ha logrado posponer en parte el juicio y rebatir algunos argumentos de la fiscalía. Una victoria pírrica, ya que a mediano plazo esto podría llevar a que la jueza sea revocada.

Las enseñanzas de la historia

Las acciones de Trump en este segundo caso que nos ocupa derivan de sus actitudes fundamentales: el rechazo autista absoluto a aceptar su fracaso electoral de 2020 y su creencia delirante de que él es el mejor (en todo). La egomanía está pues en el origen de esas acciones. Trump no puede aceptar el fracaso, siente, no que merece, sino que es natural para él adueñarse de las situaciones, ocupar todo el espacio, sacar todo el provecho, usar a todo el mundo. No puede uno evitar estremecerse al recordar otros casos de egolatría combinada con poder: Hitler, Staline, Putin o Kim-Yong Un, para no citar más que los más visibles.

Lo más grave es que, de algún modo, la egolatría genera idolatría entre la gente. Los seguidores de Trump, tal como lo demostraron en su asalto al Capitolio, están dispuestos a usar la violencia para secundar a su líder. Por otro lado, la clara postura anti institucional de Trump implica que ni la legalidad ni el orden público son factores que van a detener a su movimiento. Esto recuerda inquietantemente a los camisas negras de Mussolini y al incipiente partido Nationalsozialistische o a las juventudes hitlerianas. Cada vez más, la postura de Trump es una declaración de guerra contra las instituciones y el interés común.

Y la posesión de documentos internos del gobierno, en una coyuntura semejante, representa un arma de coerción que, aun cuando pueda poner en riesgo la seguridad nacional, permite envalentonarse a un hombre que se encuentra en (des)equilibrio entre la derrota más total y la posibilidad del poder absoluto.

Si bien el secuestro de los documentos fue un peligro potencial que quedó (supuestamente) conjurado, lo que sucedió en torno al caso y los intercambios mediáticos a que dio lugar muestran a qué grado Estados Unidos está en riesgo de una desestabilización a manos del exaltado líder de la derecha más fundamentalista.

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Lea mañana nuestro siguiente artículo: “Conspiración y deriva política”

* Poeta, traductor y activista social por los derechos culturales.

 

Foto: Cortesía