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Un oportunista, de esos que abundan en el ámbito de los partidos políticos y la administración pública, se me acercó: “Hazme un favor, recomienda a mi mujer con el director del Instituto de Cultura, a ella, tú sabes, le gusta escribir. Y ya sabes, si consigues que le den trabajo no me daré por mal servido”.

En su presencia, por teléfono, pedí el favor a Adalberto.

“Claro que sí, con gusto. Platicamos y los invito a comer. ¿Cómo ves?”

“Excelente, te agradezco”, le dije.

Llegado el día de la cita Adalberto y yo llegamos puntuales; esperamos unos 20 minutos cuando de pronto vemos entrar a mi recomendada con una mujer centroamericana a quien yo tenía catalogada como metiche y problemática.

Y la susodicha no podía fallar. Fue la primera en hablar.

“Mire señor, a mi amiga no le haga perder su tiempo ni le quiera dar atole con el dedo. No quiero que la traiga de aquí para allá y que vente mañana y después te aviso. Háblele claro y dígale si o no le va a dar lo que ella quiere”, condicionó la que además de metiche parecía no estar bien de sus cabales.

Adalberto me miró sorprendido. Me imagino que por respeto a las dos mujeres hizo gala de una gran dosis de paciencia.

-¿Podrías permitirle a tu compañera expresar lo que quiere?

-“Quiero una dirección”.

-Pues da la casualidad de que en el Instituto de Cultura solo hay dirección, la mía. ¿Esa quieres? –continuó el benévolo Adalberto.

-Ese problema es suyo no nuestro –respondió la impertinente ahora grosera.

-Con ese tono irrespetuoso yo no puedo seguir y no hay nada más que hablar –concluyó Adalberto.

La pareja se paró y sin decir palabra regresaron por dónde entraron.

-¿Cómo le haces para lidiar con esa gente? –me preguntó.

Antes de que le respondiera me planteó:

-¿Estás de acuerdo en suspender la comida? Tus compañeritas me quitaron las ganas de comer.

Días después mis compañeritos diputados locales le provocarían un bochorno mayor. De ese hablaré después.