loader image

 

La casa de la infancia

 

Cuando aceptamos que mi abuela padecía Alzheimer, después de que le hicieran varias pruebas médicas y de que en la cotidianidad, los síntomas fueran constantes e innegables, decidimos buscar información sobre esta enfermedad. Uno de los libros que más nos ayudaron a entender lo que pasaba fue Alzheimer: una experiencia humana de Marcela I. Feria. Mientras lo hojeaba en la librería me topé con un capítulo que llamó mi atención, “Deseos de irse a casa”:

Muchos de los pacientes pasan por una fase de “querer irse a casa”. […] Cuando el paciente expresa que “quiere irse a casa”, lo que está detrás es inseguridad y miedo por los cambios que está experimentando en sí mismo y en su vida. Su “casa” a la que se refiere, puede ser la casa de su niñez, el lugar en el que siente su vida más cómoda y segura.

El fragmento llamó mi atención porque mi abuela estaba precisamente en esa fase. Todos los días, invariablemente, después de comer, se levantaba de la mesa y nos decía: “Bueno, ya vámonos, ya es hora”. Cuando le preguntábamos a dónde había que irnos respondía: “¿Cómo qué a dónde? ¡A casa!” “Pero aquí es tu casa, abuelita”, le respondíamos. “No, quiero ir a mi casa”, reviraba visiblemente molesta. “¿Dónde está tu casa, abuelita?” y siempre respondía lo mismo “En Mar Mediterráneo”. Se refería a su casa de la infancia en la calle Mar Mediterráneo en el entonces Distrito Federal.

El libro también hacía alusión a que los enfermos de Alzheimer en esta fase hablan de seres queridos que ya han fallecido, pero que para ellos siguen vivos. Y en efecto, mi abuela preguntaba constantemente por su madre o por una de sus maestras de la primaria. Era como si su mente estuviera realizando un recorrido al pasado, borrando todo a su paso. De hecho, algo que nos divertía era su desconcierto al mirar sus propias manos y ver su propia vejez. “¿Qué es esto?”, nos preguntaba. “Tus arrugas, abuelita. Ya estás viejita”, le respondíamos. A veces se reía y negaba con la cabeza, pero otras, sólo se quedaba mirando con extrañeza sus dedos. No podía creer que una niña tuviera las manos así.

En mi libro Leteo escribo sobre mi abuela y su Alzheimer. Probablemente este libro nació como una pregunta a por qué la memoria busca y anhela la casa de la infancia. Otra de las cosas que persistieron en su memoria fue el nombre de mi abuelo. Eran las únicas cosas que no la abandonaban. Una de mis conclusiones es que eran cosas que la hacían feliz y “la felicidad no es un recuerdo”. En ese sentido, la casa de la infancia —y la infancia entera— es más grande que la realidad. Por eso, cada vez que buscamos (consciente o inconscientemente) protección y abrigo, nuestra mente se vuelve hacia algún sitio secreto que se ha creado en la lugar natal y onírico. Para Gaston Bachelard: “En el último cuarto de la vida es cuando se comprenden las soledades del primer cuarto, y la soledad de la vejez repercute en las soledades olvidadas de la

infancia”

En condiciones normales, siempre realizamos un movimiento doble en torno a la infancia: perderla para reencontrarla, combatirla para ganarla, conservarla para recuperarla transformada más tarde. Pero el enfermo de Alzheimer vive una segunda infancia. Se vuelve a mirar el mundo con el asombro y el terror del desconocimiento. El martirio está en que el cuerpo ya es otro. Uno que se acerca a la tercera infancia, la muerte, en donde todos los juegos y las posibilidades, vuelven a existir. Dice Bachelard:

La permanencia en el alma humana de un núcleo de infancia, de una infancia inmóvil pero siempre viva, fuera de la historia, escondida a los demás, disfrazada de historia cuando la contamos, pero que sólo podrá ser real en esos instantes de iluminación, es decir en los instantes de su existencia poética. (…) Un exceso de infancia es un germen de poema.

Y al menos en mí, así pasó.