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Davo Valdés de la Campa

En uno de los famosos sonetos de Neruda, uno de los versos sobre el verano dice: “Era verde el silencio, mojada era la luz, temblaba el mes de junio como una mariposa». De niño mi época favorita era Semana Santa. Las vacaciones duraban solo dos semanas. Era un periodo corto que exigía que se disfrutara cada día. Me emocionaba la cuaresma, la prohibición de consumir carne que transgredía invariablemente porque mi abuela decía que las salchichas no contaban como carne y quizá tenía razón, la búsqueda de huevos de Pascua, el calor primaveral y la visita de los primos, los días de alberca, la eterna petición de que nos llevaran a los Go–Karts, las idas al cine, cada día sucedía un evento que me sacaba de mi cotidianidad. El verano era todo lo contrario. Muy largo y difuso. Los días se confundían entre sí. Sólo recuerdo la sensación de sopor y bochorno prolongado. Y de pronto las lluvias y la incapacidad de salir a jugar. En verano me enfrentaba al aburrimiento.

Con el paso de los años, comencé a apreciar el verano. Sobre todo cuando ya no fue sinónimo de esas larguísimas vacaciones. A la distancia, uno de mis recuerdos más felices, fue precisamente en esta época del año.

Estoy sentado frente a la ventana en una mecedora de mimbre blanco, una mecedora que mi madre asegura que usó para arrullarme y amamantarme. Pero en este recuerdo estoy hablando de mis veintes. Sé que es temprano por el canto de ciertos pájaros y por la posición de la luz en el suelo. Tengo un libro en las manos y a ratos veo el jardín. Leo precisamente a Virginia Woolf y de hecho a ratos me siento confundido con el personaje (femenino) del cuento porque está leyendo en las mismas circunstancias: frente a una ventana que lo separa del jardín. No sé si el relato labró mi memoria con esas imágenes y ahora lo pienso de esa forma o si precisamente es así porque describe a la perfección lo que me rodeaba y sentía en ese preciso momento. Libros así o pasajes específicos se vuelven hallazgos porque narran el presente, desde otra época y otro espacio. Tal vez fue eso lo que lo convirtió en un texto tan valioso, como un tesoro, como el retrato en palabras de mi felicidad. Ahora mismo puedo volver y a la distancia verme como si mirara una fotografía colgada en un muro cuyo marco se desborda. Alrededor había luz blanca por doquier y el aroma de la flor del naranjo que recién había despuntado. Ahí está la condensación, en esa imagen sencilla. La juventud, la calidez del trópico, el inicio del verano, el descubrimiento del valor inútil y sentimental de los libros, textos que son la cura a la incomprensión o a la soledad, la compañía tenue y reconfortante de la luz matinal y de las flores, el movimiento de la mecedora, ciertos recuerdos que me agasajaban en ese momento: la lejanía del mar y la reciente sonrisa de una niña italiana al fondo del salón de clases diciéndome que sí, la presencia de mi perra Triga, sentada a mis pies con su hocico abierto babeando el mosaico. Ahí está y todo lo que está fuera de esa imagen es un país lejano, una extensión inconmensurable e incomprensible para mí.

Así que esa mañana, en efecto, me sentía enamorado, en abstracto de la vida, de lo que me rodeaba y era sencillo, pero también todo ese cúmulo de sensaciones se me asemejan a un delirio y por eso todo se distorsiona y se confunde como el tiempo en el verano de la infancia. Dudo incluso si no fue todo un sueño o una invención. Sé que en esa placidez post lluvia, en ese amanecer, morí metafóricamente. De cierta forma vi un límite y puedo vivir para contarlo, aunque no soy el mismo, ni existo como la misma intensidad. No quiero volver a sentirlo porque sería incapaz de soportarlo, pero escribo esto simplemente para que alguien más en otro país lejano (quizá yo mismo), con una lengua extraña, reconozca esta sensación. Que a través de un cristal vea la misma luz, sienta la misma calma, se reconozca y experimente el mundo entero, una vez más.

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