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Alumbraré tu destino sigilosamente, como ese viento tenue que anuncia el otoño, haciendo danzar a las hojas secas en medio del bosque. Tu me verás en tus sueños, sin sospechar que los sueños sueños son.

Melizah Eissa

Melizah Eissa cumplió sus primeros 20 años el 14 de octubre de 1824 en la Provincia de Ciudad Real, en el Reino de Guatemala. Su padre, Jamil Eissa, era un marino mercante que recorría los océanos haciendo comercio con alfombras persas. Estos hechos, es inevitable, están impregnados por un aura mítica de la estirpe Scherezade. Pero para la familia Eissa, sus mil y una noches era de lo más cotidiano y casual.

La práctica de la navegación tuvo un efecto determinante para Jamil, su mujer Lun y Melizah. Su idea de la tierra firme, su noción de los amaneceres y los atardeceres, los aromas del mar, la mirada de los extraños, la sensación del futuro, las fronteras, las premoniciones en el graznido de los albatros, las nubes del sur y las nubes del norte, tan distintas a las nubes del este y del oeste, para sólo citar algunos efectos que la navegación mercante les deparó, les convirtió en una familia taciturna que se instalaba en el silencio antes de actuar o responder a alguna interrogante.

Melizah era hija del mar. Su patria era, ciertamente, una MARtria que la abrazaría por todos los confines y recovecos de su eternidad. El día de su nacimiento, un oleaje intenso dificultó el parto, pero en ningún momento estuvo en peligro su vida. Al contrario, ese pulso incesante de las olas fue la prueba determinante de que el movimiento sería la brújula de su destino. Ese regalo que le ofrendó la vida fue una inspiración que le hizo redactar sus dos únicos libros, aunque en realidad nunca existieron como tales. La idea de publicar jamás se asomó en sus pensamientos. Como tampoco lo hizo la idea de no publicar. Su felicidad de autora estuvo siempre colmada por esos dos instantes esenciales en el corazón de la creación: la soledad que entraña escribir y el gozo de la lectura ante su público.

No hay tierra firme a la cual me lleve este oleaje.

El viaje es infinito y sucede como fugaz aliento de vida.

No hay tiempo para el futuro.

En mi memoria habitan los deseos incumplidos,

la fragancia de lo perdido,

el hábito de buscar la sonrisa,

la mirada del pelicano

que se abisma ante el salto de una sardina.

Aunque Ciudad Real fue una tierra firme para la vida, los sueños, las ilusiones, las venturas y desventuras de Melizah Eissa, sus parajes era otra forma de océanos, profundidades que su imaginación escarbó, como si tejiera una de esas fabulosas alfombras que su padre elegía en sus visitas a los mercados de el Turquestán, entre el mar Caspio y el desierto de Gobi. La vivacidad en sus colores y los secretos ancestrales que cada alfombra entrañaba provenía del uso que los artesanos hacían en su tejido, inspirados en insectos, plantas, raíces, cortezas y paisajes reales e irreales. La mar fue una maestra prodigiosa que fundó en el ser de Melizah un sentido pleno de esa miel que hace la vida. Con ella, entremezclada con algunos sinsabores en su caminar, hizo de su mirada la más eficaz redactora de su poesía. Las alfombras fueron su faro, el ancla que fijó su destino en este mundo.

Más allá del horizonte destella el más allá,

donde nuevos horizontes son habitados

por otros cantos de pájaros e insectos,

chicharras y chachalacas

que conversan con ruiseñores y quetzales.

Un dibujo de una persona

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Ilustración cortesía del autor