loader image

 

Estaba muy mal. Ha sido la peor época. Ahora lo veo claro, estaba volviéndome loco. Esas cosas se dicen como si de pronto nos diera por montar una retrospectiva con cuadritos fatales de nuestra historia. Es enfermizo y enfermante y hasta tiene su toque de gracia, su dignidad de pasión frívola. Pero eso no quita lo mal que me hallaba.

Estaba tan mal ⎯producto de un amor desventurado, por supuesto⎯ que uno de mis amigos, casi tan menguado como yo, y cuyo nombre no podría revelar, me presentó un libro abominable en el que el autor supuestamente aconsejaba, para evitar la catástrofe, atender a las pequeñas pero decisivas señales de hundimiento, ruptura y abandono. Tal autor es o era (no he querido ni comprobar si continúa en este mundo, o en el otro) argentino porteño, lo cual quizá lo llevaba a recaer en esa suerte de locuaz chamullo metafísico en verso libre que suele atacar a quienes no se deciden nunca entre la sal y el barro. Como sea, su manual para recuperar el amor perdido había llegado demasiado tarde a mis manos (hoy, entiendo, está oculto bajo llave), pero guardo un buen recuerdo de él seguramente por las incontrovertibles risas amargas que nos provocó, a mi amigo y a mí, en medio de la tormenta.

Entonces me fijé en una escultura, Amor aguerrido, de Juan Egenau. No entendía cómo la había pasado por alto en mis anteriores visitas al museo, que era el lugar donde daba rienda suelta a mi autocompasión lacrimosa mientras me paseaba mirando arte, esa práctica incomprensible que a nadie, creía yo, podía consolar. La escultura formaba parte de la colección permanente y sinceramente espero que siga ahí por si algún triste joven de veintitantos años busca, sin saberlo, oxígeno para sus días. Durante esa época de condensada desdicha, Amor aguerrido me salvó. Nunca he querido saber nada de Egenau, no me interesa, su nombre no me dice nada salvo como el autor de esa pieza proverbial. Baudelaire, a quien seguramente el escultor leyó, tiene un poema en el que descubre, de golpe, la desgracia en una escultura, pero tiene otro en el que desea fervientemente trepar por las rodillas de una giganta y dormir à l’ombre de ses seins. Algo así quería yo con Amor aguerrido, no me importaba más, aunque ahí no hubiera seins sino, más bien, incitantes recovecos de aluminio.

Después a uno le da por creerse estúpidamente sano y decide no adorar más esculturas; tal vez mi desdicha fue cambiando de forma, o de color, o de textura, y así fui olvidando Amor aguerrido, como también fui dejando atrás esa época bastante malsana pero, a su manera ⎯¡qué fácil decirlo ahora!⎯ gratamente ridícula. La escultura expresa cierta violencia, a simple vista. Puede ser una cita paródica a la mutilación del arte clásico, puede ser una crítica (o una alabanza) a la objetualización del cuerpo femenino, o algo por ahí, vaya uno a saber. No le daba muchas vueltas al asunto porque después de todo también yo me sentía mutilado y mis tímidas críticas se dirigían básicamente a que ni siquiera en cuanto objeto se me estaba valorando.

Podría seguir, punto por punto, con mi lamentable pliego petitorio de esos días, pero aquí, como en aquel tiempo, hay problemas de espacio. Ahora bien, ya que hablábamos de amor, sal, barro, gigantas y porteños, y con el fin de demostrar lo repuesto que hoy me encuentro ⎯por lo menos, de ese tormento⎯ me gustaría acabar esto de una manera cínica, algo sucia, justo ahora, cuando siento la respiración del pasado dándome en la cara.

MNBA MNBA

Foto: Amor aguerrido nro. 2, técnica aluminio, escultura de Juan Egenau. / cortesía del autor