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Martín Cinzano

Paidós publicó la primera versión española de la Conferencia sobre ética en 1989, nada más setenta años después de pronunciada en Cambridge. Wittgenstein arranca como todos los conferencistas: pidiendo disculpas (y sin embargo antes, en el prólogo al Tractatus, había lanzado una notable sentencia de estilo dadaísta: “Por consiguiente no menciono las fuentes, porque es para mí indiferente que aquello que yo he pensado haya sido pensado por alguien antes que yo”). Acto seguido, mediante una serie de proposiciones y ejemplos (entre los cuales no falta el mobiliario preferido de los filósofos del lenguaje: la silla, la sillidad de la silla, la mesidad de la mesa, etc.), se aboca a distinguir puntillosamente entre el sentido de valor relativo y el sentido de valor absoluto.

Y en eso está cuando, a mitad de camino, como si despertara de un sueño, le suelta al auditorio: “si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo.” La ética, la ética absoluta —la única ética posible— constituye un imposible, más que nada, por hallarse supeditada finalmente a los límites del lenguaje, de manera que “carece de sentido decir que me asombro de la existencia del mundo porque no puedo representármelo no siendo”, con lo cual se podría borrar de un solo almohadazo buena parte de los delirios literarios. Pero lo notable, remata el conferencista con maestría, es que aun así, cargando esta desesperanza feroz, intentamos arremeter contra los límites del lenguaje y, por tanto, contra los límites del mundo.

¿Es eso la ética entonces? ¿Arremeter, a pesar de todo? ¿Aguantar el chaparrón mientras la tormenta arrecia o, para hablar de hoy, intentamos sobrevivir con escrituras y lecturas que de tan impagables, en efecto, no se pagan? La ética, en ese aspecto, dice Wittgenstein, “no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento”, pero es una especie de permanencia inexplicable, hasta ridícula si se quiere, en esta obstinación anti-empírica (y repito: anti-económica) que la define.

Pero además está el reverso del asunto: obcecarse y mantenerse como parte del paisaje quizás también pueda llevar el nombre de ética justamente porque nadie ha tenido el suficiente valor, hasta ahora, de asumirla de frente, esto es, de arremeter contra todo hacer, contra todo acto, quedándonos inmóviles frente a la podrida barranca. Karl Kraus decía: “¿Por qué escribe un hombre?”, y contestaba: “Porque no posee carácter suficiente para no escribir.”

 

 

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