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“COLOMBIA PROVOCA”

Por José Iturriaga de la Fuente

En 2004, México fue el país invitado al Congreso Gastronómico de Popayán, una de las poblaciones más bellas de Colombia (que mucho me recuerda a San Cristóbal de Las Casas), y a mí me tocó -además de dar una plática sobre las implicaciones culturales, históricas y antropológicas de nuestra cocina-, ser la “avanzada” a fin de verificar la disponibilidad de los ingredientes necesarios para un banquete mexicano que ofrecimos allá. Marcela y Tito Briz –dueños de los prestigiados restoranes “El Cardenal” de la ciudad de México- con sus colaboradores, prepararon el memorable festín. En mis recorridos por tiendas y mercados popayaneros encontré casi todo lo requerido, incluidos diversos chiles y hierbas; las tortillas al estilo mexicano fue necesario llevarlas desde Bogotá, pues lo que predomina en ese país son las arepas de diversos estilos (una especie de gorditas de maíz). Sólo se transportaron desde México las planchas para el chicharrón, pues el de Colombia, aunque rico, tiene otro proceso y es muy diferente al mexicano. Recordemos que nuestro chicharrón se elabora a lo largo de tres días: el primero se salan y orean las pieles crudas del cerdo; el segundo se fríen a fuego lento durante varias horas, resultando unas durísimas planchas que se dejan reposar hasta el día siguiente; el tercer día se truenan (para decirlo en términos de carnicero), es decir, se fríen con la manteca a todo calor por un minuto o dos, de donde las planchas se ampollan o truenan y así resulta, ya enfriadas, nuestro delicioso chicharrón.

El banquete fue todo un éxito y al variado menú se agregaron las indispensables margaritas que alegraron la fiesta, tanto como un mariachi mexicano bastante bueno que allá conseguimos (desde luego, de músicos colombianos). Por supuesto que usamos la clásica receta de agregar al tequila algún licor de naranja; conseguí un destilado de esa fruta que recordaba a los ricos licores de Zacualpan de Amilpas).

           En largas conversaciones que tuve con Guillermo Alberto González Mosqueda, tres veces secretario de Estado de su país y organizador del Congreso, me enteré de que en Colombia la Emulsión Scott es toda una institución familiar. Cualquier niño que se respete es correteado diariamente por su nana para darle una cucharada del vitamínico líquido a base de aceite de hígado de bacalao. Me contó mi amigo que cuando le dieron el Premio Nobel a Gabriel García Márquez, un periodista entrevistó a su madre, doña Luisa Santiaga, y le preguntó a qué atribuía el enorme brillo mundial que había alcanzado su hijo; la señora no titubeó ni un instante cuando contestó que se debía a que durante toda la infancia del famoso Gabo le dio a diario Emulsión Scott. El periodista, desconcertado y tratando de recuperar un curso más adecuado al sentido de la entrevista sobre el Nobel, le preguntó a su madre cuál era la mayor satisfacción que había tenido en la vida y ella, con el mismo aplomo y seguridad, le contestó sin dudarlo que haber tenido una hija monja.

           Otro fue el evento “Colombia Provoca” que tuvo lugar en el jardín botánico de Medellín, formidable entorno vegetal y arquitectónico, pues tiene una impresionante y bella estructura forrada con madera que permite estar al aire libre, integrado a esa maravillosa naturaleza, y a la par protegido del sol o de la lluvia.

Mis placeres en “Colombia Provoca” fueron de la mente, de los ojos y del paladar. Estos últimos tuvieron singular momento con una inusitada cata de vinagres y ají (o sea chile), ideada y dirigida por el apreciado amigo Julián Estrada, antropólogo colombiano. Fue exquisita y de lo más interesante. Destacaron una pasta de chiles del Amazonas con minúsculos pescados y hormigas molidos, bastante sabrosa, y varios vinagres de plátano.

También disfruté una muestra gastronómica en la “Terraza Sibarita” donde, durante tres horas nocturnas, probamos diez platillos extraordinarios, sentados a la mesa y con excelentes vinos; los chefs eran los ganadores de un certamen celebrado ex profeso para ese objeto. En fin, en otros momentos degustamos sushi japonés de colores (con arroz verde o amarillo o rosa o azul), mote de queso (una rara y sabrosa sopa local) y hasta ¡una lengua de res con aderezo de chocolate!: la lengua estaba cocida en su jugo, con algunos condimentos; la pasta de chocolate, dulce, era muy fina y hubiera sido sensacional bañando, por ejemplo, una fresa; fue interesante probar la combinación con lengua, pero no me muero por volverla a saborear. Ni mucho menos.

Lo más extraordinario que conocí en materia de líquidos fue una “lulada” del Valle del Cauca, es decir, un refresco hecho al momento de agua, azúcar, hielo y lulo, una de las frutas más deliciosas y ácidas que he probado en mi vida. Me agencié en uno de los stands un aguardiente de caña (que en Colombia acostumbran “anisarlo”) y se lo puse a mi lulada; ¡quedó sensacional! La señora que preparaba esa bebida me dijo -cuando le confesé lo que había hecho con las veinte luladas que me tomé en cuatro días- que ella les ponía vodka para los banquetes que con frecuencia servía. No estaba yo equivocado.

Mis anfitriones quedaron complacidos cuando les informé que no podía dejar Medellín sin visitar dos lugares: el Museo Antioquia, con su colección de Boteros (de pinturas y esculturas), y el restorán “Mondongos”, donde por supuesto me comí una panza de res a un estilo muy local, rica, pero prefiero la de La Güera en Cuernavaca.

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