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AVENTURAS POBLANAS DE ALTO RIESGO

José Iturriaga de la Fuente

Como Puebla es cuna de una de las mejores cocinas de México, ha sido escenario de numerosas vivencias gastronómicas mías (alguna de las cuales me tuvo a punto de terminar precisamente con mis propias vivencias).

Cada vez que voy a la capital poblana, no perdono una visita al jardín de San Francisco, donde venden las mejores chalupas del planeta. Ello se debe a que no hacen concesiones. Las pequeñas tortillitas son muy delgadas y están fritas en manteca de cerdo y bañadas con ella, lo que les da una gran suavidad; en los restoranes poblanos de postín, incluso en los muy buenos, les ponen menos manteca como detalle de equivocado “buen gusto” y les quedan resecas y medio duras; o les ponen aceite vegetal en vez de manteca quesque por el colesterol, sacrificando el sabor original; o le ponen mucha carne deshebrada, cuando uno de los secretos es que cada chalupa apenas tenga unas hebras de carne, para lograr su delicioso equilibrio culinario; o le ponen pollo, cuando lo clásico es la carne de res. En Cuernavaca estoy buscando unas auténticas chalupas poblanas…

Cuando todavía éramos veinteañeros, recién casados mis amigos Alexander Hungler y Genevieve, fuimos a Puebla, por supuesto a San Francisco, y yo pedí lo que siempre pido: primero una orden de chalupas (tres verdes y tres rojas; aquellas son de tomate molido con cilantro y chile serrano y éstas de jitomate molido con chile chipotle), luego otra orden idéntica, después un chile en nogada (en ese popular jardín son modestos, pero ricos) y para terminar las viandas saladas un muslo de guajolote en mole; la espera inicial y los intermedios se entretienen sabrosamente con ese delicioso pan de agua (que solo hacen en Puebla y parecido en Guanajuato y en Mérida) con trocitos de aguacate. El postre fueron unas fresas con crema y la bebida un par de cervezas. Debo aclarar que ese menú generoso es el que siempre pido allí, desde antes de aquel viaje y con posterioridad a él, hasta la fecha.

No obstante, yo creo que en esa ocasión debo haber estado medio decaído, pues sufrí una congestión estomacal. En efecto, al regreso a la ciudad de México me empezaron a dar unos terribles retortijones, al grado de que Ale tuvo que manejar el auto. Llegamos directamente al Sanatorio Durango, allá en la colonia Condesa, y estuve hospitalizado tres días. Cuando describí a los doctores la minuta poblana que me postró, consideraron explicable mi congestión (por cierto, la única de mi vida), pero insisto en que siempre pido lo mismo, sin semejantes consecuencias.

(Valga este paréntesis para una aclaración. Con respecto a los chiles en nogada, una frecuente pregunta se refiere a cuáles son los más auténticos, ¿capeados o sin capear? Una amiga chef, Shelly Wiseman -con quien escribimos el libro The mexican gourmet, María Dolores Torres Yzábal y yo-, un día me hizo una atractiva invitación: ella daba clases de cocina a un grupo de elegantes damas poblanas que una vez a la semana iban a la ciudad de México para ese objeto; a lo largo de toda la mañana preparaban un banquete de varios tiempos dirigidas por Shelly y la culminación era comérselo; a ese privilegiado clímax fui invitado y mucho se me alegró el paladar y el ojo, pues era bendito entre mujeres muy guapas, encabezadas por su mentora culinaria. La enseñanza y degustación también era enológica, de manera que había los vinos indicados para cada platillo. En algún momento, solté la pregunta que nos ocupa y coincidieron las bellas comensales en que ambas formas son típicamente poblanas: los chiles en nogada acostumbra capearlos el pueblo pobre, ajeno a las preocupaciones dietéticas que suelen asolar a otros estratos socioeconómicos, en tanto que por lo general aparecen sin capear en las mesas más pudientes).

En otra ocasión, Emiliano, a la sazón de once años de edad, me acompañó a Puebla para presentar el libro Virreinas y virreyes golosos, de mi estimado José Luis Curiel, alternando en tan honrosa encomienda con otro querido amigo, Paco Ignacio Taibo I (en cuya casa comía la mejor fabada del mundo, preparada por Maricarmen, su esposa). Como el evento era en la noche, aproveché al mediodía para salir de una duda: ¿Cuál de los cinco restoranes del jardín de San Francisco hace las mejores chalupas? Yo pensaba, por décadas de experiencia, que era “La Abuelita”.

La única manera de decir la última palabra era probar las de los cinco restoranes, y el abnegado Emiliano lo hizo conmigo. En cuestión de muestras gastronómicas debe tenerse presente que conforme se va uno satisfaciendo, pueden parecer menos sabrosos los platillos; por ello, para dejar de lado mi prejuicio, dejé al final a las chalupas de “La Abuelita” –que lleva un siglo de hacerlas, durante cinco generaciones de la misma familia-. Nuestra conclusión fue que todas las de ese afamado jardín son de primera. Nos fuimos caminando lenta y acompasadamente, por completo enchalupados.

Esa noche, durante la presentación del libro, veía yo desde el presídium a Emiliano, que estaba sentado en primera fila, haciendo bizco. Al terminar las intervenciones y a punto de iniciarse una degustación virreinal a la altura del libro, mi hijo me explicó lo trastornado que tenía el estómago, y me lo llevé de inmediato. Como no era una infección sino una sobrecarga digestiva, con leves medicamentos libró la noche y amaneció ya curado. Como quiera que sea, pasó más de un año sin volver a probar chalupas.

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