loader image

UN COLOR SABROSO

José Iturriaga de la Fuente

La grana cochinilla es un insecto que habita en los nopales de buena parte de México y el intenso color rojo que esconde su cuerpo, grisáceo claro por fuera, es sumamente apreciado por la industria textil desde hace siglos. La grana fue uno de los principales productos de exportación de la Nueva España, durante sus tres centurias, y la más fina y abundante provenía de Oaxaca. No hubo extranjero que visitara esa provincia y dejara fuera de sus escritos al meticuloso proceso de la crianza de este insecto. Desde el invento de los tintes industriales sintéticos, la demanda de este colorante decayó, pero sigue siendo muy apreciada por los conocedores, aunque no es nada barata. Los más bellos y costosos huipiles de Oaxaca pueden estar pintados con grana.   

La hospitalidad de mi amigo el ingeniero Ignacio del Río me permitió visitar su rancho La Nopalera, en Coyotepec, Oaxaca, y sus expertas explicaciones sobre el cultivo de nopal y la crianza de la cochinilla que allí efectuaba mucho nos ilustraron a Silvia, Emiliano y a mí; (de hecho, mi hijo reconoció a esos animalitos en Real de Catorce, en San Luis Potosí, e impresionó a sus compañeros de primaria -y a mí-, cuando tomó una cochinilla de un nopal y, deshaciéndola entre sus dedos índice y pulgar, nos mostró el bello tinte carmín que dejó pintada su mano). Las interesantes instalaciones de Nacho teníanmucho más un sentido educativo que comercial, aunque por supuesto vendía productos a base de ese colorante animal, como unas tintas para escribir que me regaló; apenas una pluma Montblanc estaría a su altura. Con su característica parsimonia, Nacho me platicaba –y me enseñaba fotografías- de la visita que realizó a su rancho el príncipe Carlos de Inglaterra [hoy rey], mientras que jamás aceptó su invitación ninguno de los gobernadores de ese estado. 

Allí me enteré de que la grana es comestible y que de hecho sirve, desde hace años, para elaborar el Campari, rico aperitivo italiano. También se utiliza para colorar gelatinas, embutidos y caramelos. Con justa razón Nacho del Río ha sido invitado en dos ocasiones a Italia para los congresos Terra Madre de la organización Slow Food.

También fue en Oaxaca, en un pueblo mixteco cercano a Huajuapan de León, donde comí una de las mejores barbacoas de mi vida –por los platillos conexos que incluía-. Era tan buena como las de Huitzilac y Tres Marías, pero en lugar de recoger el jugo de la carne en una cazuela colocada en el fondo del hoyo para constituir el consomé, esta barbacoa tenía dos recipientes en ese profundo lugar: uno con arroz y otro con maíz, ambos crudos y sazonados; los dos cereales van recibiendo el jugo de la carne decantado a lo largo de las muchas horas que dura el cocimiento del borrego, y se cuecen asimismo durante ese proceso. El resultado es extraordinario, tanto, que yo casi no comí barbacoa, sino esa especie de pasteles maravillosos de arroz y de maíz.

En otra región oaxaqueña, la sierra chinanteca, conocí un par de recetas fuera de serie; las probé en Usila, a dos horas de Tuxtepec, por terracería. Una es el “caldo de piedra”: llegamos al mediodía al lugar de la cita, junto al río; desde temprano, tres jóvenes amigos nuestros habían ido a pescar lo necesario con una atarraya y en una cubeta con agua mantenían vivas las presas. Yo vi con cierto desaliento que no había nada preparado, excepto una buena fogata, pero ya eran las dos de la tarde. Llegado el momento de la comida –que yo suponía aún muy lejano-, tomó uno de ellos una jícara y le puso jitomate, cebolla y chile serrano, todo crudo y picado, y una hoja santa o acuyo; le agregó una pizca de sal y agua del río, para después introducir dos o tres langostinos vivos y una pequeña mojarra -aliñada en escasos 30 segundos, por lo que aún se movía, aleteando, aunque ya no tenía vísceras ni escamas-. Entonces, usando una rama verde con la punta cortada como pinza, extrajo de la fogata una piedra de bola al rojo vivo, y la colocó dentro de la jícara; instantáneamente el caldo empezó a hervir a borbotones: en dos minutos estaba listo. Esa primera jícara me la ofrecieron a mí y siguieron preparando otras para los demás. Empezaron a circular también unas enormes quesadillas (por el tamaño de las tortillas, parecidas a las tlayudas) rellenas con los “dentros” de los pescados –tripasy vísceras–, guisados con cebolla y chiles picados, debidamente sazonados. Imposible decir qué era más sabroso, si el caldo de piedra o su acompañamiento.

Singular bebida de los mismos indios chinantecos es el popo. Durante una decembrina noche de posada en la casa del “mayordomo” de esa fiesta –a la que asistió el pueblo entero de Usila–, se sirvió a cada invitado una jícara de popo; conforme se vaciaban, se lavaban y volvían a usar para satisfacer a los numerosos asistentes. La exquisita bebida es el clímax de los contrastes: consta de dos capas que en ningún momento se mezclan; la inferior es atole blanco de maíz, muy caliente y de sabor neutro, sin azucarar, en tanto que la superior es espuma de chocolate, dulce y fría, muy bien batida. Se establece un contrapunto de colores: el blanco del maíz con el casi negro del cacao; de temperaturas: el calor del atole con el frío de la espuma; de sabores: el de abajo insípido y el de encima dulce; de texturas: la inferior líquida, la superior espumosa, casi sólida. Sería un gran éxito hacerla en Europa, y no es tan difícil…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *