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CAPRICHOS ENTOMOLÓGICOS

José Iturriaga de la Fuente

Aunque casi toda mi vida he comido chapulines, tuve un jocoso desliz de principiante, allá por los ochentas. Era el Día Mundial de la Alimentación y el secretario de Agricultura, Pesqueira, presidía la ceremonia en un teatro de la ciudad de Oaxaca. Yo estaba invitado para dar una charla sobre gastronomía oaxaqueña y cuando, a la mitad de mi intervención, aludí a estos ortópteros con la palabra “grillos”, ello provocó una carcajada general, pues parecía aludir a políticos de baja estofa.

La captura de chapulines la practican muchos pueblos en Oaxaca. La época es durante la temporada de lluvias, sobre todo de junio a septiembre. A 45 minutos de la ciudad capital está San Sebastián Xochimilco, pasando Etla; allí viven los hermanos Juana y Marcos Mendoza, que viven de esa captura todo el año (pues secan los chapulines para los meses de estío); los conocí en el mercado principal de Oaxaca y haciendo gala de su hospitalidad, nos invitaron a visitarlos en su pueblo. En su casa pudimos observar el proceso para cocinarlos: se hierven en agua con ajo y limón. El sembradío de alfalfa donde los atrapan está a una media hora y nos llevaron en el carro de la familia (¡una carreta de madera jalada por un caballo!). Juana llevaba en brazos a su sobrina de escasos meses de edad y el carro era conducido por un ayudante; Silvia, Emiliano y yo disfrutamos el traqueteado viaje.

La captura es con una especie de red como de mariposas, hecha con un palo de unos tres metros de largo y un costal. Mi hijo y yo, capacitados previamente por el auxiliar de Juana, ayudamos a la captura: se camina lentamente entre dos filas del sembradío y se van “peinando” los copetes de las plantas con el costal/red, de lado a lado, con el alargado instrumento; no lo hicimos mal. Mi esposa no quería tomar en sus manos a un chapulín (vivo) y la bebé de tres meses le puso la muestra, escena que causó la hilaridad de todos. Cuando nos despedimos, después de varias horas de visita, nuestra gentil anfitriona no nos dejó ir con las manos vacías y nos obsequió una generosa bolsa de chapulines. Harían la delicia de varias reuniones en casa. Acá en Cuernavaca los venden en el mercado principal, tan ricos como los oaxaqueños.

En el rancho queretano donde mi amigo Carlos Peraza fabrica artesanalmente excelentes quesos de leche de cabra, alguna vez que disfrutamos de una invitación suya me desaparecí un par de horas, hacia el mediodía, y fui a recolectar en los semidesérticos alrededores tantarrias de mezquite, unos insectos que habitan en esos árboles bajos. Casi llené un vaso que al efecto pedí prestado. De regreso al rancho los freí con poco aceite y me hice dos tacos bien servidos, gracias a los melindres de los demás invitados. Solo yo me los comí.

Otro deleite son los gusanos de maguey, larva de mariposa que anida en las pencas de esos agaves y prolifera en abril, en las zonas pulqueras del Altiplano. Los extraen de los orificios que hacen con una especie de gancho. No obstante, su origen gastronómico indígena prehispánico, hoy se limita su consumo a las clases pudientes, por los elevados precios que alcanzan. Se comen fritos, en taco, a cuya tortilla previamente se le unta un poco de guacamole que cumple una función mucilaginosa, ya que gracias a su viscosidad se adhieren los gusanos a la tortilla y se evitan onerosas y frustrantes pérdidas; con un poco de salsa quedan listos.

Primos hermanos del gusano de maguey son los xinicuiles o chinicuiles, que anidan en las raíces de las mismas plantas, un poco más pequeños que aquellos e igualmente deliciosos.

Los recolectores envolvían los gusanos en pergamino de la penca, como mixiote, y los solían cocer a las brasas o en comal, así envueltos (cuando eran para su propio consumo, cada vez menor, pues prefieren venderlos ya que representan un buen ingreso).

Debe alertarse a los novatos en estas lides culinarias, pues llega a venderse gato por liebre, en este caso campamochas o gallinas ciegas que se parecen a la especie que nos ocupa. Otra advertencia es ante los gusanos “cultivados”, que se recogen pequeños y se engordan con sangre de res. Son de cierta coloración rojiza y de sabor un poco más fuerte.

Otro manjar es la hueva de hormiga, conocida como escamoles, y su temporada es de febrero a mayo, antes de que empiecen las lluvias. Se deben preparar solamente fritos en mantequilla con una nadita de epazote, para no opacar su delicado sabor; cuando se cocinan en tortitas con huevo de gallina y se sirven en caldillo picante, nadie se entera de su verdadero gusto. Los he comido muchas veces, pero una sola hasta hartarme, pues son aún más caros que los gusanos. Fue una invitación de mi amigo Alfonso Sánchez Anaya, entonces gobernador de Tlaxcala. En un platón hondo nos sirvieron a los seis comensales algo así como dos kilos de escamoles –preparados como debe ser- y pusieron en la mesa un chiquihuite con tortillas recién echaditas a mano. Todos comimos dos o tres tacos y cuando el mesero de la casa de gobierno iba a retirar el platón para servir un conejo al pulque, mi confianza con Poncho me autorizó a darle un manazo virtual al mesero y pedirle que lo dejara frente a mí. Mientras los demás daban cuenta del platillo principal (¡!), yo me comí varios tacos más y no me dio vergüenza que, a la hora del postre, yo rematé con otros dos tacos de escamoles en lugar de un flan. ¡Qué festín! (En otra ocasión ya probaría el conejo al pulque).

Foto: insectosalacarta.com

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