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DULCE INFANCIA ANTOJADIZA

 

Uno de mis recuerdos más remotos es que yo nunca le pedía dinero a mi madre para comprar dulces, sino para antojitos, que compartíamos. De los que más nos gustaban eran los pambazos de doña Bartolita, una gorda viejecita de cabello totalmente blanco, medio encorvada, que ponía su anafre con carbón en la puerta de una vecindad coyoacana, de la calle de Tres Cruces, en la ciudad de México. Eran unos pambazos pequeños, mojados en salsa de chile guajillo, rellenos de longaniza revuelta con papa picada fritas en manteca de cerdo y les agregaba lechuga asimismo picada y tiritas de chile chipotle adobado. Valían 25 centavos. Probablemente tenía yo unos diez años cuando murió la insigne pambacera.

El recuerdo gustativo de aquellos pambazos de mi infancia me quedó clavado en la mente (y en el paladar), para siempre. Transcurrieron un par de décadas, hasta que un día descubrí que en un famoso “café” del centro capitalino los hacían casi idénticos a los de doña Bartolita, salvo que les ponían una tira de aguacate, que por supuesto yo les quitaba (el aguacate me encanta, pero los pambazos no lo llevan; ni tampoco queso ni crema).

También desde aquellos años éramos muy afectos mi madre y yo a los tacos de cabeza de res y los señores que entonces los vendían cerca de nuestra casa ya se murieron, y ahora sus hijos los hacen; era una pareja muy amable y la señora me decía “el licenciado”, pues era un niño muy hablantín y metiche. Primero ponían su puesto ambulante a un costado de la iglesia de San Juan Bautista, en Coyoacán, antes de que fuera una plaza peatonal. Luego estuvieron varios años atrás de la misma iglesia, en la calle de Caballo Calco, y finalmente subsisten hasta la fecha en esa especie de tianguis localizado atrás de la propia parroquia, ahora en un local en forma. Tengo casi 70 años de pedir allí tacos de ojo, privilegio de sibaritas; ese suave y fino cartílago es lo que primero se acaba, pues los conocedores van sobre él. Cuando algunos amigos nos reuníamos en la cantina “La Guadalupana” –antes colindante con ese tianguis-, siempre encargaba mis tacos de ojo.

Los tacos de cabeza de res son los más sanos que existen, pues la carne se cuece en agua, las tortillas se calientan al vapor y la salsa verde solo es hervida: se cuecen los tomates con los chiles serranos, cebolla y ajo y luego se muelen. Se agregan al taco cilantro y cebolla picados.

Mi afición por estos tacos llega a tal grado que un cumpleaños, hacia mis trece, le pedí a mi mamá una cabeza de res como regalo. (Hoy venden en los mercados populares esa carne ya cocida y deshuesada, por kilo, pero cuando era niño se tenía que comprar la cabeza entera y cruda). Como no había en la casa una olla tan grande como para que cupiera mi cuelga, primero la cocimos varias horas con la trompa hacia abajo, salido el cuello y el gañote, y luego la volteamos al revés otras horas, de manera que asomaba el hocico entreabierto, dejando ver los dientes y la punta de la lengua; nunca se me olvidará el enojo de mi hermano mayor, Renato, cuando entró a la cocina y fue recibido por esa sonrisa vacuna; le parecía un exceso de mi madre tanto consentimiento conmigo. En realidad, ella y yo nos relamíamos los bigotes esperando el banquete… que, por lo demás, duraba varios días, pues solo nosotros dos comíamos esas delicias.

Hoy, los antojitos siguen siendo fundamentales en mi vida. No hay semana que pase sin comerlos de pie en alguna banqueta, esquina o zaguán. Si acaso es fonda o mercado, pudiera haber donde sentarse, pero ello es secundario. Los antojitos en su nombre llevan la fama: se comen por antojo, por el placer de comer. El extremo opuesto es la fast food, que también en su nombre lleva la fama: comer rápido, solo para no pasar hambre, sin disfrutar, sin compartir. Comer fast food suele ser un acto animal. Gozar con antojitos es un acto de amor. Satisfacerse con fast food es un acto de onanismo.

Mi gusto por la cocina data de mis siete años y empecé como repostero. Ejecutaba de preferencia galletas y pay de queso. Un día le pedí a mi madre que me hiciera un gorro de chef y me lo hizo a la perfección; era muy buena costurera, tenía su máquina de coser e incluso a mi hermana le hacía vestidos, así como todas las cortinas y colchas de la casa. Pasaron como cuarenta años para que me confesara que aquella petición de niño le había preocupado, pues no sabía entonces qué tendencias tendría yo de mayor, y aquellas eran otras épocas… Desde luego, cuando me dijo esto, ya le había dado dos nietos y varias nueras.

También de niño, “construí” con tablas viejas y cartones un cuartito en la azotea de la casa, como jacal, que según yo era mi “club”. Como el horno de una nueva estufa que estrenamos tenía rosticero (con su varilla giratoria eléctrica), mi madre me consentía comprándome, a petición mía, un pollo crudo que yo preparaba y horneaba. Luego me lo comía con amigos en el “club”.

En los últimos años de primaria, en el colegio Westminster, llevaba de lunch unas tortas deliciosas de frijoles refritos con aceite de oliva y muchas rajas de chiles jalapeños en vinagre caseros que preparaba mi madre, con abundantes zanahorias y cebollas, que casi no picaban. Mis amistades aumentaban con tales tortas…

Hace poco me di el gusto, en la Taquería Lety (en Nueva Inglaterra 538, acá en Cuernavaca), de invitar unos tacos de cabeza a mis queridos amigos María Helena González, Vicente Quirarte y Enrique Cattaneo. Nadie le hizo el feo a los de ojo, aunque jamás los habían probado…