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LIMUSINA (CAMINO) REAL

José Iturriaga de la Fuente 

 

Con Maricarmen y Paco Ignacio Taibo I tuvimossabrosísimas vivencias, amén del placer de convivir con ellos. Una, memorable, fue una invitación a comer de Emilio Calderón, a la sazón director del hotel Camino Real en la colonia Anzures de la ciudad de México. Éramos un grupo muy pequeño: los Taibo, Alicia y Giorgio De Angeli (creadores del restorán “Tajín”, en Coyoacán), los Calderón –Yuridia y Emilio- ySilvia y yo. 

La cita fue en el lobby del extraordinario hotel construido por Ricardo Legorreta, frente al mural “El Universo” de Rufino Tamayo. (Por cierto que, en otra ocasión previa, conocí a Ricardo en casa de Margarita González Gamio, en las Lomas de Chapultepec -casa remodelada por él-, y alabando su obra, le dije: “Espero que lo tomes como una flor: tu trabajo me parece influenciado por la escuela de Luis Barragán”. Fue un atrevimiento mío, pues los artistas suelen ser muy celosos de su individualidad. Me impresionó muy gratamente su sencilla respuesta, pues me dijo: “Claro que sí es flor y claro que sí hay esa influencia”.)

Cuando estuvimos reunidos todos los integrantes del grupo invitado frente al deslumbrante mural cósmico del gran maestro oaxaqueño, nuestro anfitrión se levantó para señalarnos el camino, que yo suponía sería hacia el restorán francés “Fouquet”, entonces el mejor del hotel. Nos desconcertamos cuando fuimos guiados por Emilio hacia el lado opuesto, donde se localiza el estacionamiento de varios pisos; en efecto, salimos a esa zona de servicio y allí estaban esperándonos dos limusinas negras larguísimas. Los choferes uniformados abrieron las portezuelas y entramos en aquellos lujosos y cinematográficos automóviles (sobra decir que jamás, antes ni después de esa ocasión, viajé en limusina).

Nuestra sorpresa aumentó cuando los vehículos iniciaron la marcha y, en lugar de salir a la calle, empezaron a subir piso tras piso del estacionamiento. No era posible preguntar al chofer a dónde nos dirigíamos, pues el conductor está aislado de los pasajeros con un vidrio, para preservar la intimidad de éstos. El breve trayecto concluyó en el último nivel, a la puerta de la cava del hotel. Divertidos por la original travesura de Emilio, en realidad excelente broma, fuimos entrando a ese lugar reservado para los privilegiados.

No era un sitio de lujo, o no en un sentido tradicional, pero sí muy acogedor, no obstante elpiso de cemento. En una tosca mesa de madera gruesa, comimos opíparamente rodeados de estanterías de buenos vinos. El banquete constó de varios tiempos; fue una muestra gastronómica de cinco platillos antes del postre. Cada platillo era explicado personalmente por el chef y a cada uno de ellos correspondió un vino específico que, asimismo, era comentado a detalle por el somelier, destacando el maridaje que existía entre cada caldo y el alimento que acompañaba. No faltó foie gras ni langosta ni champagne al final.

Muy diferente fue otra visita, años atrás, a “El Universo” de Tamayo. Fue la noche en que Helene Damet me presentó a Alex Smith, que acababa de llegar del aeropuerto, proveniente de Estados Unidos, donde vive. Allí, en unos cómodos sillones frente al mural, nos instalamos a platicar los tres y de pronto sacó Alex una botella de Jack Daniels, uno de los bourbons más clásicos de Tennessee. Me incomodé, pues era obvio que no estaba permitida semejante libertad por parte de un huésped y no tardarían en llamarnos la atención. Así fue. Cuando al minuto llegó un elemento de seguridad del hotel y empezaba a reprendernos, más incómodo me sentí, pues me pareció estar ante una enorme prepotencia de nuestro visitante mexicoamericano, cuando le dijo al guardia: “Por favor pídale al gerente en turno que venga. Soy Alex Smith”. 

Llegó en seguida y, reconociendo a Alex –habitué del lugar-, después de saludarlo efusivamente nos mandó de inmediato a un mesero con vasos, sodas y una cubeta de hielos. Nos acabamos la botella esa noche, allí mismo en el lobby.

En otra ocasión, Alex preparó en casa de Helene y Monique un espaguetti primavera, especialidad vegetariana que le salía buenísima. Después, en su ausencia, quise emularlo y fui con Helene al mercado de San Juan a comprar un kilo de cada una de las verduras y legumbres que encontré. Fueron demasiadas. No existía en la casa ningún platón capaz de contener todo aquello y, para salir del apuro, Silvia me prestó la tina de plástico en la que bañaba a Emiliano, entonces un bebé. Éramos, ese sábado, como quince amigos, comimos y repetimos espaguetti, y, al terminar, la tina parecía intacta. Organicé una reunión más el domingo, de última hora, con otros tantos comensales y el mismo menú, y todavía el lunes hizo Silvia una sopa de verdurasa partir de los restos del primavera… El espaguetti de Alex me gustó más que el mío.

Imposible aludir al gran maestro Rufino Tamayo sin rememorar la huella altruista que dejó en Cuernavaca, donde tenía una casa en Acapatzingo (por ello la calle que lleva su nombre) y solía disfrutar los encuentros de lucha libre en la desaparecida Arena Isabel. En la avenida Plan de Ayala esquina con Tequesquitengo, Tamayo hizo construir un lugar diseñado exprofeso para albergar adultos mayores y lo donó a la ciudad en 1986; fue inaugurado por el presidente De la Madrid.

Ubicado a la par de “los tres grandes” muralistas mexicanos (Rivera, Siqueiros y Orozco), Tamayo se diferenció de ellos por no tener su pintura ninguna influencia ideológica ni política; su eje y motor era la estética.

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