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De rastros y rabinos, canguros y geysers

José Iturriaga de la Fuente

En el sexenio del presidente López Portillo fuimos a Australia y Nueva Zelandia varios funcionarios públicos –y algunos particulares- a tratar de importar carne de res para México. 

En Sidney visitamos uno de los rastros más modernos del mundo. No era solo un lugar para la matanza, sino que estaba integrado con refrigeración, congelación y empaque. Era increíble ver instalaciones tan limpias, que más parecían las de un hospital, con todos sus empleados luciendo impolutos uniformes blancos. El ganado era bañado de manera automatizada y perdía la vida de modo incruento, con una descarga eléctrica en la nuca. 

​Nos tocó presenciar un importante embarque de carne de res con destino a Israel. Hubo cierta conmoción en el área de sacrificio, reflejada en las caras azoradas de los operarios australianos. El contrato preveía que la descarga eléctrica debería sustituirse por los procedimientos religiosos judíos para obtener carne kosher. Así surgió una escena teatral con ciertas reminiscencias medievales. ​El flemático y eficiente australiano de cabello claro y uniforme más claro aún –con su macanaeléctrica- fue reemplazado por un rabino vestido de negro, con sombrero y largas barbas del mismo color, empuñando un afilado puñal. (Mi recuerdo del rabino está libre de cargas políticas o religiosas, pero es impresionante).

​Las reses pasaban colgadas de sus patas traseras, pendientes de un riel; nunca paraba la circulación, de manera que el hombre de negro una y otra vez descargaba profundas puñaladas entre el cuello y el pecho de cada vacuno. En ese recinto normalmente blanco y casi silencioso, ahora manaba la sangre y se escuchaban terribles bramidos.

​En la ciudad de Camberra, capital australiana, tuvimos la oportunidad de frecuentar durante un par de días al expresidente de México Luis Echeverría, quien a la sazón fungía como embajador de nuestro país en aquellas lejanas tierras. 

​Como era bien conocida la inclinación de este personaje hacia el largo intercambio de impresiones con sus interlocutores y como no tenía muchas oportunidades de explayar sus dotes conversacionales en el estirado mundo diplomático de Camberra, todo se conjuntó para poder tratarlo varias horas diarias. Compartimos desayunos y comidas con él en su residencia oficial. Los vinos que nunca se vieron acá en Los Pinos durante su abstemio mandato, allá en Australia pudimos degustarlos en su mesa.

​Alguien le había regalado un joven canguro a su hijo menor y hasta la fecha conservo algunas fotografías tomadas en el jardín en las que aparecemos don Luis Echeverría, el canguro y yo. Cada uno de mis compañeros de viaje procuró obtener un souvenir similar, para poder presumir de regreso a México a tan singular acompañante.

​Además de Australia, también en Nueva Zelandia establecimos contactos comerciales. Un fin de semana estuvimos en la ciudad neozelandesa de Rotorúa, ubicada sobre volcanes vivos y rodeada de otros en plena erupción. Uno de ellos, que sobrevolamos en una avioneta,constituía una pequeña isla que derramaba lava líquida directamente al mar.

​En los hoteles de Rotorúa había salas para masajes, muy diferentes a los que acostumbran en otras partes del mundo. En realidad, lo diferente es que sobre la plancha o cama dura en la cual se acostaban los clientes para recibir el tratamiento de manos de mujeres indígenas maoris, había una instalación de tuberías conectadas a los geysers particulares que casi todas las casas y hoteles disfrutaban. De esa manera, el masaje transcurría bajo una especie de gran regadera rectangular (formada por tubos en serpentín que resultaban del tamaño y forma de la cama) con agua sulfurosa muy caliente, que manaba sin cesar de los ductos volcánicos subterráneos directamente a todo nuestro cuerpo recostado. Es evidente que la masajista también acababa empapada.

​En varios geysers de esa zona –que es parque nacional- los lugareños aprovechaban para cocer sus alimentos, tan calientes son. Al efecto, ponían ollas sobre los agujeros por donde era expulsado el vapor, o sea que la técnica culinaria era una especie de baño maría. (En México esto no es nada nuevo. En las hipertermas de San Juan, junto al lago de Cuitzeo, en Michoacán, mi hijo José Eugenio y yo hemos visto pelar puercos recién sacrificados, aprovechando la elevada temperatura del agua. En Ixtlán de los Hervores, en ese mismo estado, junto a sus humeantes manantiales había un perentorio letrero que, con algunas faltas de ortografía, notificaba la prohibición de limpiar pollos dentro del agua. No obstante, la gran cantidad de plumas que se apreciaba, denotaba la tendencia del mexicano hacia lo prohibido). En Morelos tenemos manantiales de agua caliente, o tibia, enAtotonilco, Agua Hedionda en Cuautla y en Tlaquiltenango Las Huertas y Los Cascabeles; son aguas deliciosas, pero no como para pelar pollos.

En Nueva Zelandia tuve otra vivencia inolvidable. El representante de una cadena de autoservicios que iba en nuestra delegación era un señor español, muy sencillo y experto; en cierto recorrido carretero, cuando vio en una loma un gran rebaño de borregos, pidió al chofer que se detuviera. Bajó del auto y con un gran placer, que se le notaba, emitió una especie de raro silbido, ayudado con los dedos puestos en la boca. De inmediato, el rebaño entero vino hacia nosotros. ¡Nuestro compañero había sido pastor, cuando niño, allá en España!

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