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PELIGROSOS RITUALES GASTRONÓMICOS

 

Cuando he viajado a Madrid, busco la oportunidad de ir a Segovia para comer por enésima vez un tostón, el tierno lechón horneado en horno de pan, o lo como allí mismo en la capital española, en el restorán “Botin” (Jean Botin fue un mesonero francés que se estableció en la calle de Cuchilleros, debajo de la Plaza Mayor, hacia 1725). Tan importante como la preparación del propio animal es el allioli que debe acompañarlo, a base de ajo, aceite y yema de huevo.

En la ciudad de México también preparan un buen tostón, en el “Mesón del Cid”, concurrido lugar siempre rebosante de comensales. Para mostrar la terneza del cochinillo –que debe ser de solo tres semanas de nacido-, lo cortan, como en la Madre Patria, con el canto de un plato de barro, que después de cumplir su función cercenante, es tirado al piso con displicencia, haciéndose pedazos. Queda el lechón seccionado en cinco partes: la cabeza y los cuartos con las extremidades.

Cierta ocasión, hace años, comía con unos amigos en el segundo piso de ese restorán -una especie de balcón o tapanco desde donde se ve, asomándose, la planta baja-, pues en ésta ya no cabía ni un alfiler. Llegó nuestro tostón y fue colocado sobre una mesa ad hoc adjunta a la nuestra, acercándose de inmediato el capitán para iniciar el ritual del corte del cerdo. Primero pronuncia una suerte de oración que alude a Cándido, Mesonero Mayor de Castilla, y entonces, con el plato en la diestra, le da cuatro certeros golpes que lo dejan dividido en porciones listas para servirse. Con gran ceremonia y sincronización, el capitán concluye de manera simultánea el rezo gastronómico y el corte del lechón, tirando entonces el plato al suelo, por un lado y sin voltear a verlo, con la vista sobre el suculento animal. Por una de esas malhadadas casualidades que a veces suceden, el plato pasó por debajo del barandal que limita al balcón del segundo piso y en lugar del inmediato ruido del barro al romperse, pasaron unos instantes antes de escuchar el estrépito del plato al destrozarse cinco metros más abajo (pues la casona del restorán tiene alturas que simulan a las medievales). Milagrosamente se rompió contra el piso, en medio de las mesas, todas ocupadas a reventar. Al ruido del plato roto siguió un rumor de protesta…

Sin semejantes riesgos hay otros lechones al horno. Uno de mis consentidos es el yucateco y jamás voy a Mérida sin levantarme muy temprano para desayunarlo en el mercado de Santa Ana, donde también hay cochinita pibil desde esas primeras horas del día. Pero yo prefiero el lechón; lo sirven en tacos o en tortas y estas últimas son las de mi predilección (con ese delicioso pan yucateco que se parece al pan de agua poblano o al de la ciudad de Guanajuato) y deben pedirse con un pedacito de cuerito dorado. En ese mismo mercado –pero más tarde- venden tacos de mariscos, guisados de diversas maneras.

Por cierto que, en el mercado principal de Acapulco, todas las mañanas unas señoras -sin puesto, en el pasillo- venden unas tortas de lechón recién horneado, exquisitas. También el cochito al horno chiapaneco puede competir con los anteriores.

Volviendo a Mérida, tampoco me perdía en cada visita una comida en el bar “La Prosperidad”; era un clásico de la ciudad, muy original, ya desaparecido después de décadas de operación. Se servían ricas y variadísimas botanas con las bebidas y un atractivo fundamental era que tenía numerosos grupos de música viva que tocaban desde el mediodía hasta la noche, alternando uno tras otro. Por supuesto, predominaba la trova.

Otros lugares de Yucatán son notables, como el restorán de Ticul que dio lugar a la cadena nacional de “Los Almendros” (pero ninguno de sus establecimientos tiene nada qué hacer junto a la matriz). El “Restorán del Cenote”, en Valladolid, servía deliciosa comida del oriente yucateco y se degustaba en una espectacular terraza que da sobre el gran cenote semicubierto por la vegetación tropical.

Otras son las lujosas haciendas productoras de henequén que fueron el eje de la economía yucateca desde el siglo XIX hasta bien entrado el XX, hasta que las fibras artificiales empezaron a ganar terreno en el mercado internacional a las fibras vegetales como el henequén. Una antigua hacienda está en Aké y todavía se puede observar allí el proceso de beneficio, con su planta desfibradora y patios de secado en plena actividad. La mayoría de las haciendas henequeneras, con más de un siglo de antigüedad, ya no están en operación y varias de ellas han sido cuidadosamente restauradas y adaptadas para convertirlas en exclusivos hoteles, con excelente servicio de comida regional y espléndidos jardines que recuerdan la época de auge en que las habitaban sus poderosos propietarios originales. Sobresalen Temozón, Xcanatún, San José Cholul, Katanchel, Petac, Santa Rosa y Uayamón. Una hacienda recientemente recuperada para el turismo es la de Mucuyché, con una extraordinaria arquitectura mudéjar de arcos conopiales; sus dos hermosos cenotes, en uno de los cuales se bañó Carlota en 1865, son por lo pronto el atractivo principal para los visitantes nadadores. Ya tiene un buen restorán de cocina yucateca y pronto tendrá un hotel.

El estado de Morelos no se queda atrás con sus notables haciendas cañeras, algunas ya acondicionadas como excelentes hoteles. Baste recordar las de San Gabriel de las Palmas en Amacuzac, Cocoyoc, Atlacomulco (Hacienda de Cortés), Temixco, Vistahermosa y otras. Aun así, faltan muchas con extraordinarias posibilidades que se encuentran abandonadas, como la formidable hacienda de Coahuixtla que podría convertirse en un polo de atracción turística fabuloso.