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LO QUE SE MUEVE SE COME

(primera parte)

 

Como siempre me han gustado los animales –de hecho, siempre he tenido perros y a veces, además, gatos-, yo creo que mi afición a comer presas de caza tiene más que ver con mi inclinación a la aventura (gastronómica y de todo tipo), que a un espíritu de maldad o antiecologista.

Cuando era adolescente, fui en varias ocasiones a “arreadas”, o sea cacerías de venado con varios perros y cazadores, cerca de Actopan, en Veracruz. El contingente se divide en dos grupos: los arreadores, que llevan a los perros y recorren en formación un cerro, de manera que van peinándolo y así, con los gritos que van dando y con los ladridos, los animales silvestres van huyendo hacia el lado opuesto. El otro grupo son los tiradores, que se emboscan precisamente por donde se espera que huyan los animales espantados. Cuando uno de éstos es impedido de huir por los accidentes del terreno y queda arrinconado, los perros cambian de ladrido y lo emiten más agudo y desesperado, avisando así que han atrapado a la presa. Comí venado algunas ocasiones y otro armadillo (que, por cierto, tiene la carne de dos colores, como el pavo: unas partes son blancas y otras oscuras).

Recién inaugurada la presa de El Caracol en la zona guerrerense del río Balsas, en el campamento cercano a la cortina del embalse era cotidiano conseguir venado en la tienda del lugar. En regiones tan deshabitadas como aquella, el llenado de una presa significa que de pronto, en unos cuantos meses, hay acceso (acuático) a sitios prácticamente vírgenes. Nosotros íbamos a navegar el lago artificial, de unos 50 kilómetros de largo y con muchos ramales, y nos constó la presencia de abundante fauna silvestre. Una vez compré un joven venado entero (el kilo valía igual que la carne de puerco) y, ya de regreso en la ciudad de México, le regalé una hermosa pierna a mis papás. Destacé el cuerpo y lo congelé por piezas; uno de los banquetes más inolvidables nos lo dimos Silvia y yo: el filete, que pesaría un kilo y cuarto, lo puse en la mesa, sobre una tabla, para cortarlo en medallones, de dos en dos, y en un sartén eléctrico allí mismo colocado, con aceite de oliva fui cocinando los trozos por pares, conforme los comíamos; un buen vino tinto y una baguette hicieron el resto.

Mi amigo Ángel Friscione me invitó, en otra ocasión, a cazar un venado en una zona reservada en Zacatecas, llegando por Matehuala. Él consiguió el permiso correspondiente. Cuando salimos de su casa en San Luis Potosí, me sorprendió –y se lo hice ver-, que en lugar de tomar una caja de balas, sólo agarró un puño con ocho o diez. Luego entendería por qué.

Como yo nunca había tirado con un rifle de alto poder (era un 30-06) ni con mira telescópica, en el camino, en pleno desierto, paró la camioneta, puso un blanco de cartón como a 300 metros de distancia y realicé un par de disparos, no tan malos.

Llegados al lugar indicado en la reserva, nos separamos Ángel y yo, cada uno acompañado por un guía oficial. En un recorrido de seis horas, subiendo y bajando serranías, sólo me tocó ver un venado o, mejor dicho, una familia de tres; el guía, con gran experiencia y mejor vista, me dijo: “Tírele al de la extrema izquierda, es el macho”. Estaba a unos 500 metros de nosotros y por supuesto que no le di; con el ruido salieron corriendo. Eso fue todo ese día y a los otros dos amigos no les fue mejor. De nuevo reunidos los cuatro, acampamos y cenamos deliciosas carnes de res al carbón, con un surtido bar a la mano.

Al día siguiente, ya bien desayunados, caminamos aún más; fueron unas ocho horas, asimismo divididos en parejas. El único tiro que efectué, a unos 600 metros de distancia, tampoco resultó certero. En cambio, Ángel cazó un hermoso venado. Lo destazamos y fue repartido entre los cuatro; yo pedí la cabeza y las vísceras, pero además me tocaron una pierna trasera y medio costillar, amén de la piel y las astas, para decoración.

La carne del venado la fui chiquiteando durante varios días: con la cabeza, cocida al vapor, hice deliciosos tacos; el hígado lo preparé encebollado y la pierna la horneé, con el corazón y los riñones al lado. El sabor de los venados de desierto es ligeramente ácido, pues suelen comer tunas.

Cuando Eugenio era niño, fuimos de viaje en un camper hasta el Cañón del Colorado y, al regreso, en la carretera fronteriza del lado texano, una noche vimos en pocas horas no menos de 30 venados cruzando la carretera o a la orilla de la misma. De pronto, al salir de una curva, vimos tirado en el pavimento a un gran venado atropellado, aun con movimiento. Superada la primera impresión ante el pobre animal, me pasó por la mente ahorrarle sufrimientos y engalanar nuestras comidas durante varios días. Me contuve ante la intransigencia y falta de comprensión que suelen tener los policías de ese país. Seguimos nuestro camino.

Mi primer tepezcuintle lo comí, frito como en carnitas, en Yaxchilán, en la selva Lacandona, hace casi 50 años. Tiempo después, un industrial aceitero español que tenía un rancho coprero en la Costa Chica de Guerrero, conociéndome, me regaló un tepezcuintle de aquella región. Lo cociné como lechón al horno, con su manzana en el hocico, untado con una pasta de ajos, naranja, pimienta y sal de grano. Convoqué a doce amigos para el convivio y el común denominador era que fueran capaces de afrontar el menú (que, por lo demás, era delicioso; lo único que shockea a algunos es la apariencia idéntica de esta especie con la de una rata, pero gigante; de hecho, ambas son roedores).

Ya trabajando en Villahermosa, con Pemex, un día me telefoneó Eugenio para decirme que había conseguido un tepezcuintle y -como iríamos a pasar el fin de año con él- me consultaba qué preparativos hacer. Le pedí que cortara al animal en dos mitades y que así lo congelara (ya traía yo en mente revivir mis experiencias pasadas…).