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José Iturriaga de la Fuente

En el puerto fluvial chino de Cantón había (quizá hay) un modesto restorán especializado en víboras que yo había localizado en una guía turística de edición estadunidense. Cuando al guía que me acompañaba le plantee mi deseo de cenar allí, reaccionó negando que en plenos años ochenta del siglo XX todavía perduraran esas costumbres primitivas.
Mis inquietudes gastronómicas predominaron sobre mi prudencia e hice ver al guía que en México todavía comíamos gusanos de maguey, huevas de hormiga y de mosca acuática, entre otras suculencias. Pero mi argumento más definitivo fue la eficiencia de mi manual Fodor’s sobre China: traía el nombre del restorán, el domicilio, el número telefónico y hasta sugerencias de platillos. No le quedó más remedio que levantar el auricular del teléfono, marcar enfrente de mí y reservar una mesa para esa misma noche.
Así como en Ginebra algunos establecimientos tienen una gran pecera donde se puede escoger la trucha viva que más nos apetezca, para que de inmediato la frían en mantequilla con almendras, y lo propio se puede hacer en San Francisco con sus langostas para cocinarlas al vapor, así ese sencillo y popular restorán de Cantón tenía dos vitrinas hacia la calle repletas de crótalos vivos: desde cascabeles y otras pequeñas serpientes de hermosos colores e igualmente peligrosas, hasta inocuos masacuates y una enorme boa.
Como el menú estaba en chino y asimismo el mesero solo entendía su propio idioma, no tuve otro remedio que ponerme en manos del guía, quien, ya encarrilado por mí, hizo una excelente selección de cinco platillos fríos y calientes, secos y con caldillo, que nos darían una variada muestra culinaria de los diferentes reptiles. Me pareció apreciar en su mirada, más que resignación, algún indicio de oculta gula, aunque primero había querido negar la cruz de su parroquia.
Con base en mi Fodor’s y antes de que el mesero se retirara, pedí al guía que le preguntara acerca de cierta bebida exótica. Aunque no parezca posible, el chino abrió desmesuradamente los ojos y se negó rotundamente a traducir mi solicitud. Tuvimos un agrio forcejeo verbal en inglés, pero mi terquedad ganó la batalla. El guía por fin obedeció y ante la cuestión planteada, el mesero asintió (por cierto, ante una sonrisa de beneplácito del chofer que nos acompañaba, quien ya se relamía los bigotes). Nuestra bebida de aperitivo llegó de la siguiente manera:
Un hombre maduro con bermudas y sandalias –que es el atuendo normal en esa cálida zona tropical del sur de China- se acercó a nuestra mesa cargando una jaula, misma que colocó en el suelo, a un lado de nosotros. Se puso en cuclillas y con una destreza que revelaba su experiencia en esos menesteres, introdujo una mano y sacó uno de los tres ofidios que la jaula contenía, tomándolo por la nuca; todos eran diferentes, dos venenosos y otro, de mayor tamaño, no lo era.
Con mucho cuidado, sin lastimar al animal, le colocó la cabeza entre el suelo y su huarache y la cola la sujetó con el otro pie, de la misma manera. Siempre en cuclillas y ya con el reptil inmovilizado sobre el piso, sacó una filosa navaja y practicó una pequeña incisión en un lugar preciso, que él bien conocía. Cirugía mayor sin sangre, por el corte introdujo su dedo meñique y extrajo una pequeña bolsa que cortó con el mismo instrumento. Como nadie se ha muerto porque le extirpen la vesícula biliar, la serpiente viva y muy irritada fue regresada a la jaula y la misma operación se repitió con sus compañeras.
Solo entonces se enderezó el hombre y colocó sobre la mesa un minúsculo plato con las tres cápsulas biliares recién amputadas. De una en una las cortó sobre un mismo vaso, vaciando en él su fluido de color azul verde oscuro. A la hiel –que es líquida y no viscosa, como yo suponía por error- le fue adicionada una cantidad igual de licor de arroz y fueron mezclados los ingredientes con una cuchara. La bebida resultante fue servida en dos pequeñas copitas, para el chofer y para mí (me sospecho que el guía la rehusó, más por amor propio que por falta de ganas).
De amargo y profundo sabor, esta pócima la recomiendan los chinos como afrodisíaco y para problemas del corazón. No me vi en la ocasión, ni en la necesidad, de verificar esas cualidades terapéuticas bajo condiciones de laboratorio.
Con respecto al sabor y textura de la carne de víbora, en cualquiera de las especies que en diferentes guisos comimos, lo más parecido que conozco es el pescuezo de guajolote: carne muy suave, muy adherida y casi entreverada con los huesos vertebrales, cuyo sabor recuerda al pollo con cierto dejo de pescado.
Además del aperitivo hepático, los alimentos se bañaron generosamente con cerveza, a la que el guía no puso reparos. Casi la mitad de la cuenta fue por el extraordinario licor, ciertamente más interesante que sabroso.
Hace unas semanas descubrimos enrollada en una rama de árbol del jardín, aquí en Ahuatepec, una serpiente rayada cuyo cuerpo lucía del grueso de un plátano macho. Deseché la posibilidad de guisarla cuando mi hijo Emiliano me leyó la mirada y me dijo: “¡No, papá!”. Cuando estudiaba la manera de atraparla, Silvia pidió ayuda a varios jardineros del rumbo. Con un palo, la desenrollaron de la rama, la hicieron caer en un costal, comentaron que era ratonera -de un metro y medio de largo- y se la llevaron para soltarla en el campo. Eso dijeron…

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