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I

Esa carreta lleva al país de los sueños

De donde nadie ha regresado para contarlo

¿Te interesa ese viaje?

Sí, pero no ahora.

Claro, cuando despiertes.

Irene Parca

Yo tenía nueve años y caminaba siguiendo la procesión, que había comenzado en el atrio de la Iglesia de San Jerónimo, en Cuernavaca. Una vieja carreta, jalada por un caballo famélico, llevaba el ataúd de madera donde yacía el cuerpo de una mujer que jamás conocí en vida, doña Lucía Saldaña. Lentamente avanzábamos. De vez en cuando, mi madre se me quedaba viendo y me preguntaba cómo estaba. Su rostro expresaba un gesto de preocupación. La que no estaba tranquila era ella, porque lamentaba haberme llevado a una ceremonia donde la tristeza y el dolor eran el pulso de esa tarde. Pero no le había quedado de otra, porque no encontró quien me cuidara. Para mí, todo era motivo de asombro. El llanto de los deudos, el olor de las flores, los rezos y un cielo que se había comenzado a nublar. Al final de la procesión, una banda de siete músicos trataba en vano de hacer menos triste lo que no podía ser de otra manera, porque el poder de la muerte, como siempre, pronunciaba la última palabra.

La muerte, ¿qué era para mí la muerte a mis 9 años? Era la ausencia definitiva de mi hermana Rosa, la primera Rosa de la familia, que no alcanzó a cumplir un año. Yo tenía seis cuando la perdimos. Recuerdo que yo no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Mi madre llorando y mi padre muy serio, tratando de consolarla. Su dolor me hacía llorar, pero no entendía nada. Eso es la muerte, una inmensa nada que se impone abriendo surcos de silencio.

“¿Hacia dónde vamos?” le pregunté a mi madre, mientras seguíamos lentamente por la calle San Jerónimo, acompañando la procesión. “Al cementerio, al panteón”. Dos palabras misteriosas que me hicieron pensar en un lugar remoto donde la vida podía brotar de nuevo.

II

Un sueño soñaba anoche,

soñito del alma mía,

soñaba con mis amores,

que en mis brazos los tenía.

Vi entrar señora tan blanca,

muy más que la nieve fría.

Juan de la Encina

El sueño y la muerte ¿son lo mismo? No. De un sueño se despierta. La muerte no da tregua. Pero se parecen y, a veces, son vasos comunicantes para transitar de un mundo a otro mundo. Bienaventurados los que lo viven para morir sin sentirlo. Soñar a estar vivo. Caminar por la realidad en estado de ensoñación, el cuerpo y la mente ágiles, dispuestos a todo, porque todo es posible, menos la muerte. La muerte es sólo para los vivos.

III

Podían estar contándote las cosas más espantosas como si nada.

Me relataban todo como si se tratara de una anécdota mas. Hasta cierto punto es comprensible porque son personas que llevan años conviviendo

con la muerte, y de alguna manera tienen que sobrevivir.

Marcela Turati, periodista.

¿Será posible aprender a conversar con nuestra muerte, buscando enseñanzas que nos ayuden a convivir con ella y a prepararnos para recibirla? Seguro que es posible, pero lo posible no siempre está a la mano en el pensamiento necio de las y los terrícolas. Vivimos en el vértigo de lo inmediato, deambulando en una carretera que desemboca en el vacío. En un país asolado y desolado por la muerte, esa conversación es más bien una sucesión de gritos que se pierden en la indiferencia y en la ausencia de respuestas humanas.

En su edición más reciente, la Revista de la Universidad de México explora las distintas maneras en que la muerte vive en la tradición y la cotidianeidad de este país. Con el aval de Michael de Montaigne (para quien la única manera de ser dueños de nuestra vida es asumiendo nuestra muerte, con los ojos abiertos), comienza un recorrido pleno de intensidades, guiado por las reflexiones de médicos, antropólogos, escritores, poetas, fotógrafos, ilustradores… La tanatología, la eutanasia, los umbrales de la muerte, la inmortalidad, el suicidio, el viaje al infierno de los 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas. Su directora, la escritora Guadalupe Nettel, propone este número como una forma de reflexión para dialogar con ese destino ineludible del que nadie nunca ha escapado.

El triunfo de la muerte