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Aceptar en forma explícita la violencia como un problema de salud pública: un dilema ético y político

 

Recientemente el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) emitió un comunicado de prensa donde señaló que, del mes de enero a junio de 2023, se habían registrado oficialmente 15 mil 82 homicidios en México. Esta cifra representa una tasa de 12 homicidios por cada 100 mil habitantes a nivel nacional. En el caso de los hombres, la tasa de mortalidad fue de 21 homicidios por cada 100 mil, en comparación con las mujeres, quienes presentaron una tasa de 2.6 por cada 100 mil; es decir, la tasa de mortalidad es 10 veces mayor en los hombres que en las mujeres. Cuando comparamos las tasas de mortalidad por muertes violentas en población que tiene seguridad social (esto es, entre personas que eventualmente cuentan con un empleo), la tasa es de 11.2 en relación con quienes no son derechohabientes de la seguridad social (51.9 por 100 mil habitantes).

Al explorar las principales causas de muerte entre la población mexicana por grupos de edad, se observó que las defunciones por homicidio en el grupo de 5 a 9 años estaban dentro de las 10 primeras causas. Preocupantemente, las muertes violentas son la quinta causa de muerte para el grupo de 10 a 14 años y la primera para el grupo de entre 15 y 19 años, y en todos los grupos de edad representa la quinta causa de muerte, después de las enfermedades isquémicas del corazón, la diabetes mellitus, la cirrosis hepática y la enfermedad cerebrovascular.

De acuerdo con la información del Inegi, el principal medio usado para cometer homicidios es el disparo de armas de fuego, con 71.3 por ciento. Siguieron el uso de arma blanca, con 9.1 por ciento, y el ahorcamiento, el estrangulamiento y la sofocación, con 6.7 por ciento.

A ese respecto, el delito de homicidio conceptualmente consiste en matar, en quitarle la vida a una persona. En los términos forenses, el concepto de «muertes violentas» se equipara con el de «homicidios dolosos», que es definido por la mayoría de los códigos penales de México como la acción u omisión de una persona que priva de la vida a otra con esa intención.

En esta misma columna ya habíamos establecido explícitamente que la violencia es un enorme problema de salud pública que nos afecta de manera profunda, y que los homicidios son una de las formas más evidentes de violencia; sin embargo, esta última también produce lesiones, discapacidad, abuso, trauma, orfandad, depresión, ansiedad, miedo y desamparo, entre otras muchas expresiones de dolor y sufrimiento.

Nuevamente reiteramos que, políticamente, pero también desde la perspectiva sectorial, debemos aceptar en forma explícita la violencia como un problema de salud pública; pero también nos corresponde asumirlo como un dilema ético y político, ya que predominantemente es resultado de la enorme inequidad social y económica en la que vivimos.

Los expertos en la materia han enfatizado que durante el hecho violento el agresor altera la integridad corporal del otro sin que medie un principio de reconocimiento o respeto. Esto es, la única finalidad del agresor es lastimar premeditadamente al otro reduciéndolo a la impotencia y al sufrimiento; no existe un respeto por la dignidad de la vida humana. Es decir, tenemos arraigada una cultura de violencia donde, en muchos contextos, las normas y las reglas de convivencia no se practican, por lo que el uso de la fuerza física se constituye en el argumento de interacción por excelencia. El modo de vida relacionado con la violencia es aquel en el cual la respuesta violenta ante los conflictos se ve como algo natural, está normalizada e incluso se percibe como la única manera viable de hacer frente a los problemas y disputas.

En diversos contextos, muy similares a los que sufre actualmente México, el abordaje político en relación con la violencia ha consistido, desde hace más de veinte años, en diseñar e implementar intervenciones de carácter multisectorial y transdisciplinario, con perspectivas centradas en el control, la prevención y la reducción de la violencia mediante la reconstrucción de capital social. Este último se refiere a las múltiples interacciones de organización comunitaria para recuperar la confianza del entorno vecinal en el que vivimos e incentivar la reciprocidad, lo que implica el beneficio mutuo de las partes, es decir, responder a una acción, favor o gesto con uno igual o similar.

En la reconstrucción social se promueven acciones de resiliencia para para permitir a las personas víctimas de la violencia seguir haciendo frente a la situación y reconstruir sus vidas; también se promueven acciones para generar un fuerte impulso comunitario hacia la autoayuda. En los procesos de reconstrucción social los elementos sectoriales clave deben consistir en: el incremento de la cobertura y el nivel de educación; la reformas al poder judicial para evitar la impunidad y promover la justicia; la mejoría del medio ambiente (dado que existe múltiple evidencia de que el entorno condiciona mucho nuestro estado de ánimo), así como el impulso de estrategias orientadas a elevar la equidad económica, por lo que son fundamentales acciones para sustentar y generar empleos.

Los principales proyectos políticos de capital social para enfrentar la violencia han sido los planes para la paz y la reconstrucción, las intervenciones de cohesión comunitaria y, de manera predominante, intervenciones relativamente simples como aquellas que permiten ampliar la escala de las soluciones locales específicas. Sin duda, como sociedad debemos actuar política y éticamente.

* Especialista en salud pública.