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La escena transcurre entre humo. Las dos señoras fuman Benson de menta artificial. Visten batas de algodón con flores. Hace calor en ese departamento sucio, estrecho. “Crujía”, dice Elena Paz. Diecisiete gatos. Dos no se les despegan. El hedor es insoportable.

—¿Disculpe, sabe dónde vive Elena Garro?

—¿La escritora? Sí, mire, camine dos cuadras y en el edificio blanco a la derecha. Donde apeste como a león, ahí es.

Instrucciones precisas.

El rencor crece en las macetas del corredor sin plantas. Los felinos devoran cualquier brote. La hija está a cargo del tanque de oxígeno. El tubito transparente en la nariz de la escritora no le impide fumar. Es una anciana diminuta. Un hueso con pliegues. Quedan los ojos llenos de fantasía, de semanas de colores. Unos ojos que hablan de arte con la recién egresada de la carrera de periodismo que soy y que no quiere ejercer. Pongo de pretexto la tesis, un trabajo sobre la obra de la autora de Los recuerdos del porvenir.

El “retoño” de Paz me observa de arriba abajo. Barre a cualquiera. Siempre. Tardo cinco visitas en ganarme un poco de confianza. Llevo regalos sencillos: mermelada casera, poemarios, rosas que mueren a la vera de la autopista. Cuernavaca aún no se convierte en un infierno. Está a punto. El siglo XX agoniza. Igual que Garro y su voz de ultratumba entrando definitivamente en un hogar sólido. Lo sabe. Espera la hora. Elena Paz tampoco vivirá mucho. Posee alas cansadas, muertas. Su conversación es un reclamo al padre lleno de pus. No sé si miente. No importa. Yo soy garrista como Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo. Yo soy, en ese 1997 de un PRI que se aferra a no marcharse, prosélita de Efraín Huerta y no de Octavio Paz.

Me voy quedando cada vez más tiempo sentada en el sillón con manchas ocres que cubre el pelo de gato. Me acostumbro a la pestilencia, al humo, a las historias. No entiendo cómo esas dos mujeres talentosas, cultas, famosas, que hablan perfecto francés y se defienden supremamente en inglés, malviven del gobierno, del Instituto de Cultura de Morelos que les teme.

—Se la pasan pidiendo dinero para doctores, puros especialistas. Cada semana se enferman de algo diferente ­–Dice mi informante, una secretaria.

Lo que sí, el oxígeno es caro. La hija compra comida a un vecino: guisados, sopas, verduras al vapor. Esa tarde tocó bistec con papas. La escritora ya casi no come. “Si acaso un taco”. Descubro que hablar de literatura rusa le da hambre. Confirmo que cuando Elena Paz regresa a la tierra del rencor, la madre trata de callarla. “No, no fue así, Chata, no todo fue así”. Cambio de tema. Supongo que por eso me seguían recibiendo con morral, huaraches del mercado de Jojutla y los libros, sus libros. “Vaya que sí me has leído, tú sí entiendes”. Esa frase de Garro es algo así como una realización. Ni el diploma al mérito académico, ni la medalla, ni la excelencia de la Carlos Septién García me produjeron tal satisfacción.

Con todo, no me doy cuenta en ese instante de lo que importa, el ego lo impide. Cegada, obtusa, no entiendo que las dos Elenas me duelen desde entonces. La admiración, la devoción de la joven lectora no permite asumir la verdad flotando en esa crujía: las satanizaron, las castigaron, las borraron como a todas las señoras del boom. Primero tendrá que morir Paz para que la obra de quien fuera su esposa durante décadas termine de conocerse, de aplaudirse.

Ahora Guadalupe Nettel habla de un nuevo canon, se publican colecciones editoriales de Vindictas que ni a 120 pesos compran o se leen. En ese catálogo otra joya relumbra: Minotauromaquia de Tita Valencia, portento lingüístico al que ojalá le llegue su fiesta. No estoy segura. En el tiempo de mujeres que las y los pregoneros declaran, las sombras siguen abrazando a las escritoras más importantes de México. Vivas o muertas. Da igual.

Por eso Cristina Rivera Garza regresa a su hermana de la muerte y la indignación del olvido. Publica los diarios, las cartas, los poemas. Los críticos no entienden, quieren saber del asesino no de Liliana, de ese verano invencible que nos da aliento. Y es que los feminicidas sí cuentan. La voz de las víctimas no vale. En México, más que buena prensa, los que desaparecen mujeres cuentan con la complicidad de sus familias, de amigos y de todas las personas con cargos públicos que toman decisiones.

Desaparecerte no es sólo asesinarte. También implica borrar tu palabra o invisibilizarla, ningunearla, hacer como que no existe y lograrlo porque si no te mencionan, no te citan, no te escuchan, se cumple otra misión del patriarcado: la condena del rencor ante la realidad del privilegio de ellos, los que pueden decir lo que se les pegue la gana sin que se les dude, se les cuestione, se les persiga. ¿Cuántos escritores mexicanos o latinoamericanos hay en el exilio o viviendo fuera del país porque no les queda más remedio, porque como dijo la joven narradora Brenda Navarro, “la situación en México no va a cambiar”? Si preguntan por mujeres es fácil soltar cuatro nombres: Gioconda Belli, Lydia Cacho, Anabel Hernández, la misma Cristina Rivera Garza.

Esa tarde, cuando Elena Garro resopló diciendo “¿nos harías un favor?”, no supe dimensionar la moneda de diez pesos para comprar masa de maíz cocido, no imaginé que era un pacto, quizá un tesoro. Muy lejos estaba de entender que esa moneda también era un salvoconducto. Sin embargo, qué afortunada era por salir a buscar una tortillería, caminar bajo el sol sádico de Cuernavaca y repetir, mientras avanzaba casi saltando como una niña de kínder, como un personaje de Clarice Lispector, “Elena Garro, la Elena de “La culpa de los tlaxcaltecas”, mi cuento favorito por siempre jamás, la Elena viajera, la que huye, la que me enseñará sobrevivir y a comer de las palabras, me mandó por las tortillas.

*Escritora

 

Foto: La Jornada/Archivo