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Al volver a la habitación volví a sumergirme en tinieblas. La duración de su sufrimiento había sobrepasado más de lo que mi corazón podía soportar. Más de lo que mi corazón podía soportar. No había reservas dentro, me encontraba vacío. Mi perra seguía viva jadeando con los ojos a medio cortar. Le sujetaba la cabeza mientras acariciaba su hocico con la otra mano, ella parecía mirar un punto en el medio del infinito, de pronto en pronto clavaba su mirada en la mía, me torturaba pensar que tal vez creyera que yo podía aliviar su dolor, que dentro de todo el mundo podía contar por una vez con un humano para asistirla, para devolverle un poco de tanta vida que ella había dado en retorno.


Desde hace unos días andaba mal, comía poco y su respiración titilaba como un temblor que agitaba la poca fuerza que le quedaba. De pronto en pronto centellaba, y esos pocos chispazos en que se movía o se comportaba un poco más normal, nos pintaba el corazón de esperanza. Se pondrá bien, nos lo decíamos más como una súplica para calmarnos, que como una certeza. En el fondo sabíamos que no era así, pero éramos muy chicos y la realidad nos quedaba grande.


Ella era mi vínculo con la naturaleza, con el Dios del que Pessoa habla en su poesía. Por ella fue que conocí el silencio, el no remordimiento, la satisfacción inmediata, el reposo sobre las piernas de mi madre, los baños de sol donde podía quedarse echada ahí por horas dejando su piel tostar y los mantos de calma que nos daba cuando se nos venía el mundo externo encima. (Siempre podíamos recurrir a ella. Nunca hubo que agendar cita)


Todas las mañanas venía a buscarme manifestándome su afecto golpeando con su pata en mi puerta, si tenía éxito lograba colarse entre mis sabanas para darme un poco de calor, el que necesitaba para echar a andar el día. Por las tardes mi padre solía pasearla, aunque habría que decir que era ella quien lo invitaba a dar un paseo con esa forma imperiosa de mirarlo hasta convencerlo de salir de su escritorio y de sus libros para reposar sus ojos en el exterior. Esa ridícula línea donde no se sabe si el perro pasea al humano o el humano al perro.


Cuando estaba ya muy mal, recurrimos al veterinario y nos dio a entender que había poco por hacer y que procurar su muerte sería una forma de aliviar su dolor, pero ¿Qué hacíamos con el nuestro? asistir a la función de la agonía es insoportable. ¿Cómo facilitar la muerte en nombre del amor? De regreso a casa, sostuve su cuerpo sentado en el piso. Su respiración no daba más, en un punto dio un suspiro largo y se dejó vencer. Era como si la vida que le quedase se hubiese escapado en ese último aliento. Había muerto. Sostener el cuerpo de un ser que parte es algo impactante, su cuerpo incluso pesa diferente, es algo difícil de explicar a menos que lo hayas vivido.


Ese día la enterramos en el patio de mi hermana, dije algunas palabras entre lágrimas. Nunca me había sentido tan triste. Era como si una nube bloqueara toda fuente de color. Ella había muerto, Dios.


Estábamos tan afectados que pedimos al centro budista al que asistíamos una ceremonia para honrar su vida. Cuando uno pierde el piso hace cualquier cosa para aliviar el dolor dentro, y ahí nos tienen; unos cuantos humanos rezando a Buda pidiendo por el viaje de un perro, pero no era cualquiera, era nuestra perra, nuestro abanico de ternura. Todo suena tan ridículo ahora, pero en ese momento no teníamos piso, necesitábamos la diligencia de las despedidas.


Salimos de ahí con el corazón un poco más en calma, como en kintsugi. Esa forma de reparar la cerámica con hilos de oro. Así poco a poco nos fuimos remendando.


Nos veremos al otro lado del rio. Por favor, invítanos siempre a dar un paseo, sácanos de la cotidianidad para bañar nuestros ojos en la naturaleza de la que somos parte y que olvidamos tanto.


Gracias, compañera. Buen viaje.