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Quiero bañarme sola

 

Esta semana me bañé con mi jefe dos veces.

Aunque en mi cuenta de Instagram siempre estoy despotricando con malas palabras y riéndome de todo, en la vida real tengo una carrera profesional y soy una «Godínez» respetable, es decir, una asalariada atrapada en el ciclo interminable de un trabajo de oficina de lunes a viernes.

Desde hace unos meses, me he visto inmersa en un proyecto que ha elevado mis niveles de estrés al borde de la psicosis. Aunque trabajo de forma remota desde mi oficina en casa, este proyecto me exige mantener una comunicación constante con el presidente de la compañía para la que trabajo y viajar de vez en cuando para supervisar que todo esté en orden, y que la empresa no solo siga creciendo, sino mejorando operacionalmente.

Tras unos días de vacaciones, me encontré frente a mi bandeja de entrada abarrotada con casi 800 correos electrónicos. Me invadió la tentación de darle un puñetazo a la pantalla de mi laptop y volver corriendo a la playa, alejándome para siempre del mundo real. Pero no lo hice. Me amarré bien los calzones de adulta responsable y me puse a trabajar. Las llamadas telefónicas y las videoconferencias comenzaron a llegar una tras otra, todas urgentes, con problemas que necesitaban solución inmediata. Horas más tarde, durante una reunión, perdí los estribos y me comporté de forma tirana con una de las chicas de mi equipo de trabajo. Desafortunadamente, cuando Dios repartió la paciencia, yo no estaba presente. Lo único que recibí fue una mecha muy corta, que con la mínima chispa me hace explotar como dinamita, cuando los resultados no son los que espero. No es algo de lo que me sienta especialmente orgullosa, pero es la cruda realidad.

Después de esa reunión, cerré mi laptop. Eran las 2:23 de la tarde y mi agenda estaba a tope, pero sentía el estrés apretándome el pecho, como si tuviera un caballo galopando desbocado dentro de mí. Pensé en subirme a la bicicleta estática que tengo en casa para intentar estimular el nervio vago, ese que juega un papel crucial en la regulación del estrés y la relajación del cuerpo. Hacer ejercicio, caminar, tomar el sol o darme duchas de agua caliente han sido “mano de santo” para controlar no solo mi depresión, sino también mi estrés. Pero mi rodilla derecha protestó de inmediato, recordándome el dolor agudo e intermitente que he sentido desde hace semanas, y el diluvio universal que caía fuera de casa redujo aún más mis opciones. Fue entonces cuando decidí quitarme la ropa y meterme en la bañera. Cerré los ojos e intenté calmarme, pero de pronto mi jefe, sin llamar a la puerta, sin pedir permiso, entró en mi baño. No físicamente, sino mentalmente. Su voz empezó a resonar en mi cabeza, enumerando las metas para el mes y las cosas por cumplir antes del fin de semestre.

Empecé a repasar mentalmente la información para la reunión que tendría con él a las tres de la tarde, anticipando lo que me diría y cómo respondería a sus dudas. De repente, tuve un déjà vu. Y recordé que esa misma mañana, mientras me bañaba, había tenido exactamente la misma “conversación” en mi cabeza. Es decir, esa mañana también me había bañado con mi jefe. Respiré profundamente cuando sentí que el estrés volvía a atenazarme. Decidí “pulsar” el botón de pausa por unos segundos y relajarme. Trece minutos más tarde, salí del baño mucho más tranquila y lista para continuar con mi día.

Al día siguiente, cuando volvía del gimnasio y me metí a bañar, me di cuenta de que nunca me baño sola. Ahí estaba nuevamente mi jefe, hablándome de expectativas y metas estratégicas. Esta vez, mi jefe no había entrado en mi baño solo; venía acompañado por el Contador, quien además se puso a hablarme sobre las pérdidas y ganancias del semestre. Una vez más, tuve que cerrar los ojos y presionar mentalmente el botón de pausa

«¿Qué estoy haciendo?», pensé. “¿En qué momento he permitido que mi mente sea invadida por mi marido, mi jefe, el contador, mi hijastra, la inflación e incluso Trump y López Obrador mientras me baño?”

Recordé a mis amigas que tienen hijos y siempre se quejan de que nunca pueden ducharse tranquilas. Siempre hay un niño tocando la puerta y las pelotas, gritando «mami, mami». Yo no tenía hijos, pero mi situación era mucho peor. Aunque pusiera un candado en la puerta, el mundo entero seguía colándose mientras intentaba lavarme el cabello, exfoliarme la piel o quitarme los pelos de los sobacos.

Estoy cansada de compartir mis espacios, mis momentos de autocuidado, con mis preocupaciones, miedos y tensiones. Pensé que a lo largo de los años había aprendido a establecer límites con la gente, y me enorgullece decir que se me da muy bien. Sin embargo, nunca me detuve a pensar que mi mente aún no había recibido el memorándum de que incluso para mis pensamientos también debe haber límites.

Por eso he decidido reclamar el «momento regadera» para mí misma y recuperar un poco de equilibrio y serenidad tan necesarios en un mundo lleno de caos, de jefes, de hijos, de filtros en Instagram y de mucho ruido innecesario. No pido mucho, simplemente quiero bañarme sola.

Imagen: https://www.freepik.es