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Soy Paradójica

 

No sé tú, pero yo a veces cierro los ojos y pienso en las cosas que me hacían sonreír cuando era niña, cuando todo era simple y sin dobleces, cuando aún no sabía lo que significaba ser mayor y soñaba con crecer lo más pronto posible para ser adulta. Nadie me contó que la adultez agota; es sabia pero dolorosa y siempre termina volviéndonos contradictorios y complejos, viviendo en un constante tira y afloja entre lo que odiamos y amamos al mismo tiempo. Nadie me dijo que la adultez es paradójica.

Nos volvemos paradójicos. Odiamos la bendita alarma de nuestro teléfono que suena casi de madrugada de lunes a viernes, que nos grita «¡despierta!» y que nos fuerza a abrir los ojos, que nos empuja a salir de la cama y que nos obliga a enfrentar las responsabilidades del día. Y mientras odiamos ese sonido estridente antes del alba, en el fondo nuestro corazón sonríe, a veces con desgana. Sí, casi siempre hay una sonrisa secreta e imperceptible mientras abrimos los ojos y vemos las primeras luces del día. Porque es justo ahí donde nos damos cuenta de que la vida nos regala un nuevo amanecer, y con él, la oportunidad de experimentar esos momentos efímeros de felicidad que se ocultan en el beso de un hijo, en la voz de un amigo, en el abrazo de una madre, en una llamada inesperada, en un «te quiero», o en la mirada coqueta de alguien que nos recuerda que aún tenemos mariposas en el estómago y nos hace sentir vivos nuevamente.

Somos paradójicos incluso con el reflejo del espejo, enfrentándonos cada mañana a nuestro crítico más severo. Nos miramos y vemos esos ojos hinchados, el cabello enmarañado y un rostro que nos recuerda a nuestro yo de veinte años después de tres días de fiesta, a pesar de que llevamos una vida monacal porque el cuerpo ya no está para esos trotes. Nos cuesta gustarnos y aceptarnos antes del primer café de la mañana, pero al mismo tiempo hemos aprendido a amar a la persona en la que nos hemos convertido.

Con algunas canas, bolsas bajo los ojos y arrugas que la vida nos ha regalado de tanto reír, justo antes de salir del baño y apagar la luz, nos volvemos tímidamente para mirarnos una vez más en el espejo y, entonces, nos sonreímos. Con los años, aprendemos a mirarnos con gratitud. Cada línea en nuestro rostro cuenta una historia, cada arruga nos recuerda risas intensas, carcajadas con amigos y también pérdidas que han moldeado poco a poco quienes somos. Y entonces, paradójicamente, amamos cada arruga y le damos las gracias por estar ahí. Esa misma arruga que hace dos minutos nos había hecho sentir inseguros y que despreciábamos ahora nos recuerda lo afortunados que somos por todo lo vivido.

Somos paradójicos. Queremos independencia, pero anhelamos conexión. Queremos con todas nuestras fuerzas encontrar a esa persona con la cual compartir nuestra vida, nuestros sueños y ser felices para siempre como en las películas románticas. Aunque sabemos, y nunca queremos admitirlo, que la pareja perfecta no existe y que las relaciones son mucho más complejas que en el cine y que requieren un trabajo y compromiso exhaustivo. Aun así, seguimos, incansablemente, buscando vivir en pareja, queriendo encontrar en el otro la solución para nuestro desmadre emocional.

Buscamos incesantemente la estabilidad, pero nos cuesta desengancharnos de esa adrenalina de juventud, cuando tener una aventura nueva cada fin de semana nos erizaba la piel, nos quitaba el sueño y nos robaba la respiración. Rechazamos la rutina, pero nos reconforta la familiaridad. Apreciamos la seguridad de nuestro hogar, pero soñamos con descubrir nuevos horizontes.

No sé tú, pero yo soy paradójica. Me encanta la soledad y el silencio, pero extraño la velocidad y el ruido de la ciudad. He ido a terapia muchos años para que no me importe la opinión de los demás, pero a veces sí me importa y entonces duele, y duele mucho. No soporto ver a los míos sufrir, y entonces intento con todas mis fuerzas solucionarles la vida, y hago todo lo que esté en mis manos para ponerles parches en el corazón, aunque a veces en el intento se me rompa el mío.

Todos los días me propongo ser feliz y agradecida, pero a veces mi salud mental flaquea y mi mente se llena de pensamientos tristes y oscuros durante todo el día. Amo a mi familia, pero a veces fantaseo con irme a vivir al Caribe, desconectar el wifi y no darle mi ubicación a nadie.

No sé tú, pero yo, en esa constante danza entre opuestos, es donde he encontrado mi balance. Es lo que me hace humana, lo que me permite sentir profundamente y amar con toda el alma. Sí, soy paradójica.

Ilustración cortesía de la autora