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Cacería de Brujas

 

«Aquí, no mataron a ninguna bruja». Esas fueron las palabras de la guía del museo de Salem, Massachusetts, quien nos dio una clase magistral sobre los famosos juicios de brujas de 1692. Mi mente desbloqueó memorias de mi infancia que tenía olvidadas y recordé a la bruja de mi pueblo, Doña Eulalia.

Doña Eulalia era una mujer mayor, con el pelo rizado, uñas muy largas y puntiagudas, y una risa que resonaba como el eco en un túnel. La gente la buscaba para que les leyera las cartas, les hiciera “limpias” o les preparara algún hechizo para atraer el amor. En mi caso, mi abuela o mi madre la llamaban para que me curara el «susto».

El «susto» es un mal que no aparece en ningún libro de medicina, pero que es muy común en Latinoamérica. Se cree que ocurre cuando una persona experimenta un evento súbito o aterrador que le provoca un desequilibrio emocional y espiritual.

Yo vivía con “susto” constantemente, es decir, con pesadillas causadas por leer a escondidas novelas de Stephen King, mejor conocido como “El Rey del Terror”. Nunca me atreví a confesar que esos libros me fascinaban de día, pero que me causaban terror de noche, y siempre callé por temor a que me prohibieran leerlos.

En mi familia, que es católica, apostólica, romana y vergonzosamente supersticiosa, el “susto” era algo serio, ya que podía «asustar» el alma fuera de tu cuerpo, dejándote vulnerable a enfermedades. Así que, siempre que sospechaban que yo tenía “susto”, actuaban de forma inmediata llamando a Doña Eulalia.

Doña Eulalia llegaba a casa con una bolsa de tela muy vieja llena de hierbas. El proceso era tan místico como pintoresco. Mientras yo me desvestía, quedándome en ropa interior, ella seleccionaba cuidadosamente las hierbas de su bolsa y hacía un pequeño racimo con ellas. Sacaba una botella de mezcal, bebía un sorbo largo para, según ella, purificar su cuerpo; luego le pegaba otro buen trago a la botella y escupía el mezcal sobre las hierbas, rociándolas con una precisión que solo los años de práctica podían otorgarle, dejándolas completamente húmedas.

Con las hierbas humedecidas, Doña Eulalia me recorría el cuerpo, murmurando oraciones y cánticos que yo nunca pude entender, pero que parecían invocar fuerzas ancestrales. Mi madre y mi abuela, con el fervor de las beatas, observaban la escena desde una esquina, aferradas a sus rosarios y susurrando Ave Marías. Mientras tanto, yo quedaba impregnada en un aroma de mezcal, ruda, romero y epazote, como si fuera un guiso místico en plena cocción.

Cuando Doña Eulalia, sudorosa, terminaba de “barrer” todo mi cuerpo con las hierbas, sacaba un cigarro de dudosa procedencia, lo encendía y me echaba el humo en la cabeza mientras seguía recitando cosas ininteligibles. Para cerrar con broche de oro, pedía que le trajeran un huevo y un vaso con agua. Frotaba el huevo sobre todo mi cuerpo y, al final del ritual, lo rompía en el vaso de agua. Todas las miradas se centraban en el contenido del vaso, como si de ese pequeño huevo dependiera mi destino. Doña Eulalia examinaba el huevo con la concentración de un cirujano y luego daba su veredicto con la misma solemnidad, explicando la severidad del daño ahora atrapado entre la yema y la clara del huevo.

Sonreí discretamente al recordar esa anécdota. Pensé en lo afortunada que había sido Doña Eulalia por vivir en una época donde nadie perseguía a las brujas que curan el mal de amor con pócimas de flores. Pensé en lo afortunada que fui yo, por tener una bruja de cabecera que me hacía creer que mis pesadillas se irían como el humo de un cigarro y mis miedos quedarían atrapados en la yema de un huevo. Di gracias siempre estuve rodeadas de mujeres que creían que las oraciones colectivas tienen el poder de sanar. En otra época, a todas nosotras nos habrían colgado en la plaza del pueblo.

«Aquí, no mataron a ninguna bruja», había dicho la guía, porque en realidad en Salem nunca hubo brujas, solo una histeria colectiva que inicio en enero de 1692, varias niñas en Salem empezaron a mostrar comportamientos extraños: convulsiones, gritos y trances. Los médicos, incapaces de encontrar una causa física, sugirieron que se trataba de brujería. Convenientemente, las niñas mencionaron nombres de personas que no eran muy queridas en el pueblo o que tenían problemas con alguien, señalándolas y acusándolas de brujería sin ningún fundamento.

La histeria colectiva se propagó rápidamente. En total, 19 personas fueron ahorcadas y decenas más encarceladas en condiciones deplorables. Ninguna practicó la brujería; todas fueron víctimas de una paranoia descontrolada que convirtió a vecinos en enemigos y a la comunidad en verdugo.

Hoy, la cacería de brujas continúa, no en la plaza del pueblo, sino en nuestro mundo digital. No hemos aprendido nada sobre los peligros de la intolerancia ni de la histeria colectiva. Nuestra intolerancia moderna no se dirige a la brujería, sino a emitir una opinión polémica o una frase desafortunada que pueden destruirnos profesionalmente, arruinar nuestra reputación o causar nuestro aislamiento social. Seguimos condenando a quienes piensan diferente, a los que desafían el status quo o se niegan a seguir la agenda establecida por quienes nos lideran.

Las cacerías de brujas nunca se han detenido; solo han cambiado de escenario, perpetuando el ciclo de intolerancia y juicios apresurados. Hoy vivimos con el miedo constante de terminar cancelados, quemados en las hogueras virtuales que nosotros mismos hemos encendido. No hemos aprendido nada. Hoy seguimos cazando brujas.

Imagen cortesía de la autora