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El fracaso y la victoria

 

Me conmovió profundamente ver llorar a Cristiano Ronaldo después de fallar un penalti en uno de los partidos de la Eurocopa. No soy fanática del fútbol, pero soy fan acérrima de las leyendas del deporte, sin importar la disciplina. Ronaldo es uno de mis favoritos, lo ha sido por muchos años, no solo por lo mucho que me alegra la pupila con ese cuerpo de semidiós griego, sino porque es uno de los mejores jugadores de fútbol de la historia.

Mucha gente lo tacha de arrogante, y quizá lo es, pero su arrogancia y su chulería se la ha ganado a pulso, le guste a quien le guste. Es un atleta hecho a sí mismo. Su grandeza no proviene de privilegios de cuna, sino de su capacidad para construirse, superar obstáculos, trabajar incansablemente y mantener, por sobre todas las cosas, su hambre de éxito. Nació en un barrio pobre de Madeira, una isla portuguesa, y desde que era niño tenía solo dos sueños: convertirse en el mejor futbolista de su país y sacar a su madre de la pobreza. Con una determinación casi obsesiva, ha dedicado su vida a hacer esos sueños realidad.

Hace unos años confesó que cuando era pequeño a veces, por las noches, les entraba hambre, y él y otros compañeros de equipo solían ir a un McDonald’s justo antes de que cerrara, con la esperanza de que les regalaran hamburguesas porque no tenían dinero para comprar comida. Nunca he tenido que mendigar comida; no puedo imaginar lo difícil que debe ser tragarse el orgullo siendo un crío de 11 o 12 años y pedir a alguien que te ayude a satisfacer una de las necesidades más básicas del ser humano. Él lo tuvo que hacer, y eso lo hace aún más grande.

Dicen que la presión es un privilegio; significa que la gente a tu alrededor confía en tu capacidad y pone sobre tus hombros una carga que solo tú puedes soportar. Todos pensaríamos que alguien con la trayectoria de Ronaldo podría relajarse ante la presión de su equipo, pero nunca lo hace. Quienes lo conocen dicen que entrena más que nadie. Él ha entendido que la presión es un privilegio; por eso sigue trabajando como si no hubiera ganado nunca nada, y esa hambre de éxito lo ha hecho imparable.

La semana pasada, su equipo jugaba un partido crucial en la Eurocopa que decidiría si pasaban a los cuartos de final. En el tiempo extra, se marcó un penalti a favor de Portugal y, obviamente, el jugador destinado a ejecutarlo fue Ronaldo. En ese momento, pensé: «Este arroz ya se coció, Portugal va a ganar».

Pero, para sorpresa mía y seguramente del mundo entero, Ronaldo falló y, minutos después, lloraba desconsolado. Muchos dicen que lloraba por su ego herido. Yo me niego a creerlo. Prefiero pensar que Ronaldo lloraba porque sabía que su país entero confiaba en él, porque la ilusión de ganar la Eurocopa de toda una nación estaba depositada en él. Y a pesar de todos sus logros, en ese momento, su corazón recordó todas las mañanas en las que se levantó temprano para entrenar, todas las noches que se fue a dormir con hambre porque no sobraba comida en el McDonald’s. Lloraba por cada uno de los obstáculos que tuvo que vencer para llegar allí, porque justo en ese momento, Ronaldo volvía a ser solo Cristiano, ese niño pobre de Madeira, cuya única ilusión era ser el mejor futbolista de Portugal, y había fallado.

En ese instante, con el peso de las expectativas y el dolor de la decepción, Ronaldo se dejó abrazar y consolar por su tribu, por sus compañeros de equipo. Y entonces hizo lo que cualquiera de nosotros, los simples mortales, hubiera hecho: mirar a las gradas y buscar consuelo en la mirada de su madre, quien también lloraba al ver el dolor de su hijo, sin poder abrazarle.

Verlo llorar me hizo recordar que incluso los más grandes fallan y que todos podemos cometer errores. Lo importante no es la caída, sino cómo nos levantamos después. Y, sin duda, es crucial siempre tener una red de apoyo que nos recuerde lo grandes que somos cuando estamos en el suelo y que nos ayude a mantener la cabeza en alto, aunque el golpe haya sido monumental.

El pase para cuartos de final se decidió con una tanda de penales. El primero en patear por fue Ronaldo. Y con una entereza y seguridad inquebrantables, esta vez no falló.

En ese momento dejé de ver a la superestrella, al mito, al semidiós griego, y por primera vez vi al atleta.

Reconocí la fortaleza de su mente, fruto del trabajo incansable que todos los atletas de élite deben hacer después de cada éxito y cada derrota. Vi al ser humano que ha conocido el sacrificio de estar lejos de su familia, que ha entregado su vida al deporte y que sabe lo que es la disciplina y la perseverancia en estado puro.

Muchos criticaron a Ronaldo por llorar, pero si nunca en tu vida has dedicado tu existencia exclusivamente al deporte, si nunca has tenido que irte a vivir lejos de tu familia para alcanzar tus sueños, si nunca has pasado frío ni hambre por lograr tus metas, si nunca has llorado de frustración y dolor, si nunca has representado a tu país en un torneo internacional, si nunca has gritado, saltado o llorado de felicidad al ganar una competencia… si nunca en tu vida has experimentado nada de eso y aun así juzgas las emociones de uno de los mejores atletas de la historia en un momento tan vulnerable, seguramente eres una de esas almas mezquinas, frías y sin espíritu que nunca conocerán ni el fracaso ni la victoria.

Imagen cortesía de la autora