loader image

 

Si la vida te da limones…

 

Una de las cosas que más se extrañan cuando estás fuera de tu país es la comida. Llevo más de 20 años viviendo fuera de México y, por lo menos una vez a la semana, en casa cenamos tacos o enchiladas. Desde hace más de dos meses, los supermercados más cercanos no traen tomatillo verde, por lo que tristemente hemos tenido que quitar del menú a las enchiladas verdes. Una verdadera tragedia gastronómica en mi familia.

El viernes por la mañana decidí hacer un viaje especial a una ciudad cercana donde hay una tienda mexicana para comprar tomatillo verde y surtir mi despensa de productos de mi tierra. Después de una hora y media recorriendo caminos rurales y autopistas, mi hijastra y yo llegamos, y nada más entrar en la tienda, automáticamente me transporté a México. Los olores comenzaron a llegar poco a poco y, de repente, todo se volvió familiar. Empecé a ver dulces y bollos de marcas que acompañaron mi infancia, y me sentía como cuando era niña y mi madre o mi abuela me enviaban a comprar algo a la tiendita de la esquina.

Entonces, comencé a echar productos en mi cesta de forma frenética: salsa Valentina, un poco de chamoy y, por supuesto, chile Tajín. Seguí con las tortillas, el epazote, el tomatillo y rematé en la sección de carnes, donde me surtí de chicharrón, morcilla y chorizo. La chica que atendía la tiendita me dijo que todos los productos los traían de Nueva York y que a su vez alguien más los traía de México. Pensé que esa era la razón por la que todo costaba diez veces más caro. Justo cuando estaba a punto de pagar, vi que tenían un pequeño paquete de queso Oaxaca, ese queso que es la mozzarella mexicana. Su textura fibrosa y su capacidad para fundirse maravillosamente lo hacen perfecto para quesadillas. Le pregunté a la chica si tenían más queso y me dijo que no. Le pedí que me lo pusiera en la cesta; no había comido queso Oaxaca desde hace casi un año, y aunque no nos alcanzaría para cenar quesadillas, por lo menos me lo podía comer como un tentempié.

Salí de la tienda feliz, sintiéndome como si fuera Navidad. Después de hacer nuestras compras y aprovechando que habíamos salido del rancho donde vivimos, decidimos explorar la pequeña ciudad en la que estábamos y comer en un restaurante local.

Minutos más tarde, ya rumbo al coche, cruzamos una calle y justo cuando el cruce peatonal terminaba y comenzaba la acera, vi un paquete gigante en medio de la acera. Me detuve y lo contemplé: era una enorme bola de queso Oaxaca de 5 kilos. Grité «¡un queso!» mientras me agachaba rápidamente para recogerlo como si de un recién nacido abandonado se tratara. La pareja que iba caminando delante de nosotras, y que había saltado el queso como quien esquiva una caca de perro, se giró ante mi comentario y me miró con asco cuando levanté el queso, que estaba perfectamente sellado en su empaque original, con etiquetas intactas y aún frío.

Mi hijastra, sorprendida, me preguntó: «¿Te lo vas a llevar?» Y dije, «Por supuesto que me lo llevo.» Pero entonces pensé: ¿qué hace un queso Oaxaca gigante en el “norte, muy norte” de Estados Unidos donde solo el 0.7% de la población es mexicana? Miré alrededor, esperando encontrar a algún paisano con cara de desesperación por perder un queso, pero no había nadie gritando «¡mi queso, mi queso!» al estilo de La Llorona.

Las probabilidades de que nadie me iba a reclamar el queso aumentaban por segundos. De repente, me di cuenta de que calle abajo había un pequeño restaurante mexicano y pensé que quizá a alguien de ahí se le había caído. Le dije a mi hijastra que fuéramos para ver si era de ellos; ese queso podía representar quizá una parte de la ganancia del pequeño local.

Cuando entré, le pregunté al chico de la entrada si se les había perdido un queso. Me miró con cara de «¿qué se fumó, señora?», y entonces tuve que explicarle toda la historia. Me respondió: «No, hace dos días vino el repartidor. Supongo que has tenido suerte y te ha tocado un queso gratis.»

Salí con la emoción de quien ha ganado la lotería. De camino al coche, con el queso en mis brazos, le canté, lo abracé y dije “mi tesoro” con voz de Gollum. Me reí mucho porque las probabilidades de encontrar queso Oaxaca en estos terruños lejanos son casi iguales que sacarte la lotería. Y a mí ese día me había tocado.

Había tenido una semana muy complicada y, de repente, la vida me sorprendió con una de esas cosas surrealistas que me pasan muy a menudo y que siempre me hacen sonreír. Fue como un guiño de Dios, susurrándome al oído: «Todo va a estar bien». En ese momento, sentí una ola de esperanza, recordándome que, aunque a veces la vida se ponga difícil, siempre hay un instante en el día en que «el de arriba» se asegura de que no me olvide que lo mejor siempre está por venir.

Me gusta pensar que si estamos atentos y mantenemos el corazón abierto, la vida nos brinda la oportunidad de encontrar pequeños milagros diarios que nos devuelven la fe, la alegría y la capacidad de soñar. Siempre hay cosas buenas esperando por nosotros; solo necesitamos estar presentes, desconectar del mundo virtual y permitirle al universo sorprendernos en el mundo real, que es el que verdaderamente importa. Y ya sabes, si la vida te da limones, haces limonada, y si te da un queso, ¡cenas quesadillas!

Foto: https://quesosnoas.mx/