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“El misterio de vivir no necesariamente tiene que ser doloroso, la literatura debe ser una fiesta.”

Daniel Sada

Más allá del artificio, del manejo impecable del lenguaje, de sus construcciones poéticas que se abrían paso en un mar narrativo, Daniel Sada (1953-2011) era un ser apasionado con espíritu festivo, en la vida y en su literatura. Barroco satírico, culterano popular, el habla de sus invenciones creó una realidad aparte, pero no a la manera de esos territorios como la Santa María de Onetti o Comala de Rulfo, sino un sitio nómada creado por atmosferas sonoras capaces de hacer ver. Desde niño, creciendo en el árido Norte Daniel sabía que la vida estaba en otra parte y por eso mismo, en el aquí y ahora, resultaba evidente la necesidad de inventar planetas propios. Su paciencia de artesano, siempre ataviada por una carcajada a flor de piel, le hizo crear una obra literaria donde arriesgar era un estado de ánimo natural.

El próximo 11 de noviembre se cumplen 12 años de la ausencia terrenal de Daniel Sada.

  • Daniel, tu naciste en el Norte de México, una región árida en muchos sentidos. ¿Cómo sucedió tu formación?

Descubrí la literatura desde que empecé a leer y escribir, en primero de primaria. Tuve la fortuna de tener una maestra, Panchita Cabrera, que era fanática de la literatura clásica, sobre todo de los clásicos españoles del Siglo de Oro, y además de la literatura latina y de la literatura griega. Nos hablaba de Homero, de Dante, de Virgilio, de Quevedo, de Góngora, de Calderón de la Barca, etcétera, a niños de seis o de ocho años. Era una mujer que estaba un poco loca para las estructuras del pueblo donde vivía, Sacramento (Coahuila), un lugar de mil habitantes y con una escuela rural, donde el panteón es más grande que el pueblo, en la parte central del estado, a unos 45 km de Monclova. Ahora, a la distancia, veo sorprendente que en un pueblo de estas características hubiese una mujer que se interesara en las letras clásicas y que le interesara cultivarlas en los niños. Esto para mi resultaba muy desconcertante. Para la gente del pueblo era una mujer loca, incluso le quitaron la chamba porque se la pasaba hablando de literatura en lugar de enseñar el abecedario, o enseñaba el abecedario y luego pasaba inmediatamente a la literatura y se olvidaba de lo demás.

  • Luego de esa experiencia un tanto insólita ¿cómo siguió tu camino en la literatura?

Evidentemente la maestra murió y sus libros fueron trasladados a una biblioteca pública de otra ciudad. Desapareció la maestra, desaparecieron los libros y yo me dejé distraer por las andanzas de infancia y juventud, no me aboqué a la literatura, yo quería vivir y jugaba beisbol, futbol, ajedrez, billar. Comencé a estudiar otras cosas, o sea nunca pensé que iba a ser escritor, no tenía programado escribir libros ni mucho menos, aunque sí tenía ese gusanito que me habían inyectado desde un inicio y que tenía que sacar de alguna forma. Estudié contabilidad, seguí leyendo y comprando libros de los clásicos, seguí formándome y sabía que esto no era nada más como una ráfaga o un cohete que estalla y desaparece. Me interesaban las matemáticas y pensaba estudiar administración de empresas o medicina. Alguna vez soñé con dirigir un equipo de futbol, primero en ser jugador y luego en dirigir. Me metí muy de lleno a la cuestión del futbol, pero después me arrepentí. A los 17, 18 años comencé a tocar nuevamente lo de la literatura, empecé a escribir versos, pero nada me gustaba y lo tiraba. Cuando llegué a México, con mi amigo Glenn Gallardo nos leíamos lo que íbamos escribiendo y éramos unos críticos terribles, no nos gustaba nada y hacíamos grandes piras de poemas, cuentos, inicios de novelas y todo lo quemábamos, como si fuera una fiesta quemar papel. Hasta que ya después, los 21años, pedí la beca del Centro Mexicano de Escritores, me la dieron y allí conocí a Juan Rulfo y a Salvador Elizondo. Así comencé a meterme en lo que era la escritura más en serio.

  • ¿Crees que el haber nacido y crecido en el Norte ha influido en tu escritura?

Claro que sí. El hecho de haber crecido en un pueblo de mil habitantes, de saber que podía irme a cualquier lugar, subirme a un cerro, cruzar un río y que no estaba prohibido nada, me hacía sentir dueño del mundo, cosa que en la ciudad no lo tienes. O sea, las mamás o la gente te hacen ver que si caminas tres o cuatro calles ya es peligroso, el niño de ciudad advierte los peligros que tiene la ciudad, hay una conciencia del peligro inherente en el espíritu del bicho urbano. En mi caso, al vivir en un pueblo, yo no tenía ningún impedimento. Me iba con mis primos diez, quince kilómetros y nos subíamos a montañas, cruzábamos ríos y no había peligro que no pudiéramos resolver nosotros mismos. Además esta idea de saber que estás en un pueblo y que la civilización o la modernidad están en otra parte, o que la vida incluso está en otra parte y como en el pueblo no tienes las cosas entonces las intuyes. Yo imaginaba ciudades absolutamente locas y exorbitantes. De niño me llevaban mucho a Disneylandia y el concepto de urbe era que todas las ciudades debían ser como Disneylandia, con edificios retorcidos y subterráneos, con una organización absolutamente desquiciada y loca, con calles suspendidas en el aire, ciudades de tres pisos, uno subterráneo, otro sobre la superficie y otro en las alturas, la ciudad para mí era una fantasía total, absolutamente futurista y onírica. Así también me imaginaba el mar y la selva, como entidades absolutamente de otro mundo. Esto me sirvió, el no tener todo a la mano me hizo imaginarlo. Siempre he dicho que fuera del desierto todo es museo, que lo único que no es museo es el desierto.