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Georges Perec dijo que el metro es el mejor medio de transporte para leer, puesto que el tiempo de viaje entre estación y estación “permite regular la lectura: dos páginas, cinco páginas, un capítulo entero, según la longitud del trayecto”. Perec seguramente pensaba en el metro de París, porque en el metro de la Ciudad de México leer, junto con sobrevivir, es una tarea algo más arriesgada. Ahí el libro se expone a recibir manotazos, empujones, secreciones, vejaciones, intromisiones del rock en español, la electrónica o la salsa, y a nadie se le ocurre pedirle disculpas. Aun así, podemos llegar a admitir que leer en el metro chilango a eso de las once cincuenta y tres de la noche —cuando algunos de los vagones van prácticamente vacíos— es un sereno placer.

En el metro de Cuernavaca, por el contrario, es imposible leer. Uno puede llevar consigo el libro ideal, pero en cualquier momento un tlacuache brincará desde el andén silvestre de alguna de las estaciones de la barranca para arrebatártelo y huir; las pronunciadas pendientes, por donde a duras penas el tren remonta el cerro durante horas (hecho que facilitaría la lectura completa de La montaña mágica), favorecen la coagulación de sangre en la cabeza, fenómeno que, entre otras cosas, imposibilitaría a las manos el pasar de las páginas. Cuentan que en el túnel que comunica el mercado con el jardín botánico, donde perfectamente se alcanzaría a leer un par de cuentos de Clarice Lispector, las plantas carnívoras llegan a ocasionar casi tantos estragos como el canto de las sirenas, aunque eso, sospecho, se trata de una exageración fantasiosa. Por tales motivos, si de leer en el metro guayabo se trata, más vale hacerse amigo de las sentencias, los aforismos, los poemas cortos. Amigo de Lichtenberg y de Efraín Huerta, por ejemplo. Amigo de Karl Kraus y de Nikito Nipongo, por supuesto. Amigo de quienes no se aguantan y sin más preámbulo se beben el vino de un solo trago, y después otro y otro más y así hasta reventar, como Kafka en Zürau: “A partir de un cierto punto, ya no hay regreso posible. Éste es el punto a alcanzar.”

Sólo en ese sentido se agradece el que esos libros suelan pasar desapercibidos aquí en la Innombrable Librería. La forma breve, el laconismo, en una sociedad tan locuaz para todo (mientras más se opine sobre más temas, mejor), continúa ocupando su humilde segundo plano con respecto a las novelas o los ensayos “de largo aliento”. La mayoría de lectores y lectoras se decanta generalmente por un libro capaz de asegurarles una continuidad de lectura de al menos una semana, y no por la fragmentación arbitraria, entrecortada, del aforismo o el poema corto. Entonces en la venta callejera de libros tal vez sea preferible acostumbrarse a aquellas lecturas rápidas que, no obstante su brevedad, implican cruzar un umbral, atravesar una zona, clavar una idea justo antes o después del temporal. Porque así como hay lecturas ideales para el baño, las hay para cada reducto, abierto o cerrado, vale decir, para una calle ruidosa o para una playa abandonada a las ocho de la mañana, donde más bien cabría ponerse a leer el innumerable sudor del mar.

Foto: Paulo Slachevsky. Metro de París. Cortesía del autor