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¿QUIÉN REPRESENTA A QUIÉN, EN LA POLÍTICA?

 

Con la democracia representativa y el capitalismo de libre mercado, pareciera que las sociedades modernas occidentales habían llegado a la cumbre de la evolución del pensamiento sobre cómo organizar y operar una sociedad; pero la realidad señala todo lo contrario. Está evidenciado que esta fórmula no logra el bienestar de la mayoría de los habitantes del país en donde se aplica.

En la fórmula “elecciones y libre mercado”, el neoliberalismo imperante en los últimos cuarenta años ha enfatizado en el discurso la importancia del eje de lo político electoral y del ejercicio de los derechos humanos, sobre el correspondiente eje del crecimiento económico y del libre mercado. Manifiesta que una cosa lleva a la otra, sin embargo, es una propuesta ideológica tramposa. Lo que en realidad ha importado más es la creación de riqueza, al margen de los efectos negativos que esto produzca a las personas o a la naturaleza. Lo político, esto es, los “juegos electorales” y su derivada de administración pública es básicamente una medida distractora, que da ocasión para que muchas personas busquen espacios laborales, atiendan sus ansias de poder, y algunas, si acaso, su deseo de servir a los demás.

Formalmente la “fiesta de la democracia” consiste en que la ciudadanía seleccione a quienes la habrán de representar en las tareas ejecutivas y legislativas cotidianas. Pero ¿de qué hablamos realmente?, ¿cuál es la materia y alcance de esa representación? ¿Los electos representan a todos los electores o sólo a quienes votaron por ellos? Si los finalmente electos representan a todos los votantes, sin distingo de geografía y bandera política, entonces ¿para qué celebrar elecciones?, ¿Les entregamos poderes de administración y dominio sobre los bienes tangibles e intangibles de toda la comunidad, o sólo una u otra cosa? ¿Podemos revocar esos poderes, cuando queramos, o el proceso de revocación es tan lleno de requisitos que se torna imposible hacerlo? Cuando hablamos de que los electos administran los bienes comunes, ¿nos referimos a lo que es de todos los ciudadanos, o a lo que corresponde a un sector o parte de ellos? Dicho llanamente, ¿para quién trabajan los políticos?

Estoy seguro de que, si responder con claridad a estas preguntas fuera condición para poder ejercer el derecho de votar, el número de electores sería mínimo.

La confusión es grande. ¿Qué realmente se elige en un proceso electoral? ¿A una persona, a un programa de gobierno, o a una plataforma ideológica de un determinado partido político? O más bien, ¿elegimos a quienes nos dice en campaña que atenderá nuestras necesidades y peticiones personales o del grupo social al que pertenecemos?, ¿Votamos por filia o por fobia a un partido político o persona? ¿Los elegimos para que cumplan y hagan cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan, o para favorecer primordialmente los intereses del grupo que los convirtió en candidatos y los apoyó en las campañas?

Nombrar a un representante es básicamente una decisión personal o grupal, con implicaciones sociales y legales. Es un acto libre en el que una o varias personas físicas o morales, en base a la confianza, le otorga a otra persona el poder de tomar decisiones en su nombre, con o sin condiciones. Sin embargo, en la democracia representativa el voto emitido no obliga a nada a la persona que lo recibe. Las elecciones se han convertido en un autoengaño colectivo, o al menos por parte de los que participan en ellas. No hay materia, ni objeto claro de representación, ni mecanismos de seguimiento y prueba de cumplimiento de los derechos personales del representado, transferidos al representante.

Las premisas básicas del discurso democrático actual señalan que los congresistas nos representan a nosotros y al país, y que el poder ejecutivo que elegimos hace, lo que nos dijo en campaña que iba a hacer. Sin embargo, la Cámara de Diputados es quien autoriza el monto y distribución del presupuesto anual, mientras que el Poder Judicial, a cuyos miembros no elegimos, tiene la facultad de decir la última palabra frente a un conflicto o interpretación legal, sin importar que dicha diferencia sea real o artificialmente provocada. Al final, en todo este “equilibrio de poderes”, ¿quién realmente representa a quién y en qué cosas?

México es un país de 125 millones de habitantes con una amplia gama de diferencias personales, culturales, económicas y sociales, que viven en distintas geografías, normados para su convivencia por un aparato institucional/legal complejo y desconocido para la mayoría de la población, habitando en una República Federal, pero que por cultura/tradición opera más como una República central. En este marco, ¿es posible una auténtica representación política?

Es absurdo lo que estamos viviendo ahora en México, en donde un grupo de partidos políticos de distintos signos ideológicos se constituye en una plataforma para derrocar a otra también compuesta por varios partidos, aduciendo que es algo normal y en favor de los ciudadanos que esos partidos presumiblemente representan. Pero, resulta que hasta los padrones de afiliados de los partidos son cuestionables y desconocidos.

Abandonemos la ingenuidad. Las elecciones como las conocemos son un ejercicio procedimental formal, por el que de manera irresponsable autorizamos a unas personas para que, una vez electas, hagan lo que quieran, atendiendo a su propia lógica del poder, y bajo las reglas y códigos que ellos mismos se crean. Entonces, ¿qué hacer frente ello? Sin duda hay salida, si despertamos nuestra imaginación y dignidad.

*Especialista en temas de construcción de ciudadanía.