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Días después del voto, aún estamos recogiendo los restos de una elección contundente. Los rostros de los candidatos ganadores y perdedores impresos en pendones y banderines asoman revueltos en los botes de basura, como una burla siniestra. Los colores partidistas en las bardas se desvanecen y se confunden unos con otros. Las frases vacías de significado, rotuladas en las paredes, se disuelven, evocando recuerdos de campañas de antaño.

El pasado 2 de junio, la mayoría de los ciudadanos votó a favor de la continuidad política y económica. Esta elección resultó tan parecida a las del siglo anterior, que contradijo lo que erróneamente pensamos haber dejado atrás: el voto condicionado, la sesgada propaganda estatal, el acoso a los votantes. Sabemos que las luchas por la democracia nunca acaban y que hoy en su nombre —el poder del pueblo— tendremos el gobierno que elegimos, aún bajo condiciones desiguales. A muchos les gustará o les acomodará; a otros no, pero es razonable decir que el pueblo votó por lo que cree y en los ciudadanos y gobierno en los que confía.

Un día después de la elección, los políticos de oposición aún se hallaban aturdidos. No tuvieron respuestas para su derrota ni atinaron a saber qué pasó. A algunos de estos líderes y partidos solo les falta la carta de remoción, renuncia y despedida despachada por su partido o por el INE. Es lamentable, que algunos partidos como el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que fueron respetados en el pasado, hoy no son ni su sombra. En sus días de gloria, el PRD logro aglutinar a la izquierda mexicana siempre tan dividida, y convertirse en una opción democrática. Paradójicamente, en la división interna del partido también estuvo su final. Esta última elección mantuvo a partidos que nos causan pena y bochorno ecológico e ideológico, como el Verde (PVEM) y el del Trabajo (PT), hoy afines a MORENA, como antes a otros partidos. Triunfan confirmando su tradicional conducta.

En los días siguientes a la elección, los candidatos oficiales y sus seguidores exacerbaron su victoria en las redes sociales, entrevistas en los periódicos y televisión, en los pasillos de las instituciones, en las comidas familiares, exclamando que ganó México, que ganó el pueblo. Pero ¿qué pueblo? ¿Acaso es esa entidad abstracta de la que tantos hablan en su nombre pero que nadie sabe bien a bien a que se refiere, pero que sirve justificar toda acción política? Quizás, ¿Los perdedores no son pueblo? Ya lo decía el escritor Agustín Monsreal “algunas palabras acaban, a la larga, exprimidas de sentido”.

El día después de la elección, la inmensa mayoría de los votantes y no votantes nos levantamos temprano y, después de un café, nos fuimos al trabajo, donde todo seguía igual. Igual el matraz con su exuberante cultivo de bacterias, igual el run-run de los aparatos del laboratorio, igual la lista de correos sin importancia. La misma mañana en que un albañil se dispuso a pegar tabiques y doblar varillas, una enfermera aún con el cabello mojado atendió a su primer paciente, y el chofer de la ruta dio su primera vuelta con el aire ya caliente de las mañanas de junio. Para aquellos sin esperanza ni partido, nada ha cambiado ni cambiará en los próximos años. El académico se preguntará ¿cómo voy a financiar mi investigación? ¿Qué le diré a mis estudiantes que no van a encontrar trabajo? ¿Moriré si no publico o simplemente perderé el SNII? El albañil, la enfermera, el chofer quizá se preguntarán ¿Cuándo podré comprar un auto? ¿Cómo pago la colegiatura de mis hijos? ¿Atenderán en el IMSS mi cansancio permanente? ¿Qué puede importar postergar unos años más la justicia social, acabar con la desigualdad y aspirar a una mejor calidad de vida si ni los neoliberales ni los tecnócratas, la izquierda o la derecha, conservadores ni humanistas liberales han podido acabar con ello? Los ganadores ofrecieron la continuidad de un proyecto que ya conocemos y eso tendremos, otra cosa sería sorpresa.