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Martín Cinzano

Desplazamiento pendular obligatorio: así caracterizó Jean Robert el transcurrir de quienes habitamos las ciudades atrapadas por el motor, en su libro Los cronófagosla era de los transportes devoradores de tiempo, que debe ser una de las críticas más duras y documentadas contra los sistemas de transporte y nuestras propias formas de movernos en el espacio urbano. Pero no sólo eso: se trata también de una invectiva, ácida a ratos, hacia los modos de experiencia impuestos por la Distopia Industrialis

Para Robert, otro habitante de Cuernavaca que recoge el legado de Iván Illich, los transportes a motor lo deciden todo, guían nuestros pasos, disponen de nuestro tiempo, destruyen la vida en comunidad: “Cuando una nueva autopista corta el camino que me lleva hacia mis vecinos o la panadería de enfrente y me obliga a caminar diez minutos hacia el paso a desnivel que permite atravesarla, no efectúo ningún trato con los pasajeros de los bólidos que en aras de su velocidad obstruyen mi camino y consumen mi tiempo.” Hoy esta escena, a fuerza de repetirla, no resulta impresionante, pero la primera edición de Los cronófagosdata de 1980, y desde entonces las cosas no han hecho más que empeorar (la panadería, por su parte, ha pasado a manos de una cadena de supermercados). 

En Cuernavaca, la gente sin auto se condena a subir y bajar por calles empinadas, a enfilar por avenidas sin aceras con el hombro pegado al muro, intentar colarse por angostos espacios entre un poste y un auto y dar un gran rodeo debido a la interposición de “privadas” que ayer no estaban. Las distintas “Rutas” ¾“esos vetustos microbuses manejados con violencia” que “llevan a alguien colgando de la puerta delantera, que grita destinos y cobra monedas, como un Caronte con playera del América”, como se dice en una novela de Daniel Saldaña París¾ dejan de transitar, cuando mucho, a eso de las nueve de la noche, después de lo cual la ciudad del Cónsul simplemente muere. La bicicleta aquí es para los suicidas de vocación; y cuando las piernas ya no dan o resulta un riesgo demencial caminar, se empieza a depender de los taxis o de Uber, y ahí te quiero ver.

Robert previó todo eso y además señaló una paradoja entre muchas: hace ciento cincuenta años, nuestros cuerpos, a pie o en calesas, se desplazaban a mayor velocidad que hoy, cuando se nos notifica de la existencia de “vías rápidas alternativas” y automóviles hiperveloces. Urbanistas, ingenieros, arquitectos, sociólogos, científicos, economistas y otros “terapeutas del tráfico” han puesto sus profundísimos estudios al servicio de esta imposición, mientras la población pendular, esa comunidad destruida, observa impávida, asardinada en embotellamientos de horas, soñando con un coche del año: “La ceguera colectiva de los viajeros pendulares, su ausencia de proyecto común, se conjuga aquí con la sinrazón de los planificadores”, concluye Robert. 

Si para Georg Simmel los transportes urbanos posibilitaban el contacto táctil y visual entre personas desconocidas, sin más relación que la del azar de coincidir en un viaje (ese tipo de encuentros tan celebrados por los surrealistas), en la experiencia de Robert sucede casi todo lo contrario: “La primera vez que tomé el metro, vi que todo el mundo permanecía callado… Era la primera vez que veía a un grupo de personas que estando en el mismo vagón no se hablaban, no se miraban y no sonreían.” Tal vez desde ahí, con Robert, podemos preguntar (a la gente sin auto, a la gente con auto): “¿Esperamos de los transportes que hagan de la velocidad y de sus signos un elemento predominante del paisaje, o queremos que nos ayuden a desplazarnos fácilmente más allá del radio de acción de nuestros pies?” 

¿Qué queremos, en realidad? ¿Vivir de acuerdo anecesidades que se nos imputan? ¿Ciudades sectorizadas? ¿Más velocidad? ¿Escondernos de la noche y vivirla puertas adentro? ¿Olvidar o conservar (o romantizar) nuestros “valores vernáculos”, como las llama Robert? Y por último:luego de leer Los cronófagos, ¿me atreveré a esbozar un “proyecto común” con vecinas y vecinos para caminar por mi calle (¿todavía es mi calle?) sin imaginar cerros de autos incendiados?

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