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José Rosas Ribeyro (1949-2023)

 

Raúl Silva de la Mora

 

“Brilla el sol y un barco desaparece en el horizonte cargando con la bruma de mi existencia”

J. Rosas Ribeyro

 

Cuando muere un poeta, en la raíz de la naturaleza brotan señales de vida. La poesía siempre nos sobrevivirá, en su aleteo más sutil y en su estruendo jubiloso. Morir es un hecho implacable, abrigado por la tristeza y la memoria, esa memoria que también es creadora de otras formas de vida. Hace unos días, el domingo 5 de febrero, en Barcelona, la bruma de la existencia de José Rosas Ribeyro desapareció en el horizonte. 

 

Rosas Ribeyro confió en la poesía para crear una obra que incluye relatos, novelas, cuentos, diarios y un sin fin de versos. Nació en Lima, Perú, en 1949. Dirigió las revistas Estación reunida y Uso de la palabra. La dictadura militar de Juan Velasco Alvarado lo deportó en 1975 a México, donde vivió dos años y se integró al Movimiento Infrarrealista, fundado por Mario Santiago y Roberto Bolaño. Vivió en Francia, donde durante 20 años fue productor de programas culturales en Radio Francia Internacional. Los últimos años de su vida los pasó en Barcelona.

 

Como un abrazo memorioso, comparto dos momentos de nuestras largas conversaciones, que irónicamente sucedieron en nuestros escasos encuentros, siempre teniendo como escenario las calles de Cuernavaca. 

 

¿Qué te trajo a México, José?

 

Yo llegué a México cuando gobernaba aún, con el apoyo de parte de la izquierda mexicana, uno de los asesinos de estudiantes en Tlatelolco. Las razones de la deportación son oscuras: yo era el encargado de las páginas dedicadas a la cultura en un semanario que había comenzado a editarse pocas semanas antes, y no se me podían reprochar directamente sino algunas denuncias sobre la censura cinematográfica. Aunque, durante años, había militado en organizaciones radicales de izquierda, en el momento de mi deportación no tenía más actuación política que la periodística en el campo de la cultura en el seno de la revista en que trabajaba. Llegué, pues, a México porque el embajador de ese país se propuso recibir a algunos de los detenidos que iban a ser deportados, y yo era uno de ellos. No obstante, el asilo prometido se fue al agua y las autoridades mexicanas me transformaron oficialmente en “inversionista”. ¡Un inversionista que llegaba con diez dólares en el bolsillo! Supe después que los militares “revolucionarios” del Perú se habían arreglado con el “progresista” presidente Echeverría para que nos recibiera en México, pero sin reconocernos la condición de exiliados, a fin de conservar la buena imagen internacional de la “revolución” peruana, una “revolución” que, por supuesto, no era ni más ni menos que una dictadura militar.

 

¿Y el encuentro con Mario Santiago?

 

Fue algo increíble.  No hace mucho que había llegado a México a encontrarse conmigo mi compañera de entonces, la escultora Margarita Caballero, cuando regresó un día a casa trayendo una hoja en la que se invitaba a una serie de lecturas de “nueva poesía latinoamericana” en la Casa del Lago. Resulta que la siguiente lectura programada era de poesía peruana. Marga y yo fuimos, pues, a la lectura y descubrimos en una tarima, sentados detrás de una larga mesa, a dos jóvenes melenudos como yo que no paraban de fumar, hablaban apasionadamente y leían con brío poemas de algunos amigos de Lima. De repente escuché en la voz de uno de ellos un texto mío y me quedé más asombrado aún de lo que ya estaba. Al final de la lectura había una conversación con el público y yo desde la sala le agradecí a los dos melenudos por haberme incluido en su selección. Me preguntaron quién era yo, les dije mi nombre, nos dimos un abrazo y se identificaron: eran Mario Santiago y Roberto Bolaño. Desde ese día fuimos amigos y para fijar el encuentro en la memoria nos hicimos una foto al borde del lago. 

 

“No hay desesperación 

ni regocijo

solo la imagen nublada del barco

que se pierde

en el horizonte

y unas huellas calcadas

de mi corazón

en la arena.”

 

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